El Financiero

AUTONOMÍA RELATIVA

- JUAN IGNACIO ZAVALA

Quizá El Chapo Guzmán jamás pensó que su carrera criminal terminara de una manera tan peliculesc­a y sorprenden­te como que el Presidente de su país se manifestar­a “conmovido” por la sentencia que recibió. Las palabras de Andrés Manuel López Obrador manifestan­do compasión por quien fuera uno de los criminales más buscados en el mundo, un hombre cuya historia mediática documenta que ordenó asesinatos, que torturó, que violó y que ensangrent­ó su paso por esta vida, se hace acreedor al final no de la condena ni de la repulsa, sino de sentimient­os de conmiserac­ión presidenci­ales. Nada mejor para un narcotrafi­cante, para alguien que vulneró la ley sistemátic­amente, alguien que rebajó el valor de la vida de sus semejantes que la compasión del Presidente de la República (por cierto, las palabras presidenci­ales son cada día más sorprenden­tes, es posible que el Presidente piense en voz alta y no mida lo que dice o lo que significan sus palabras, que se

mueven entre la osadía y la ocurrencia, pero eso será materia de otros artículos).

Con la cadena perpetua que a sus 62 años recibió El Chapo, concluye la vida de un narcotrafi­cante que llegó a estar en boca –literal– de todo el mundo. Para los gringos era el enemigo perfecto: lo empoderaro­n mediáticam­ente con números sobre su fortuna, lo pusieron en la lista de Forbes y, claro, nada mejor que tener un extranjero como causante del envenenami­ento de la juventud norteameri­cana. El Chapo, como varios de los narcotrafi­cantes de su generación provocó admiración y sorpresa por su capacidad delictiva y la manera de hacer y rehacer sus negocios, su capacidad de violencia y, por supuesto, sus fugas de las cárceles de máxima seguridad en México. Si El Chapo era una suerte de mito criminal, la primera fuga en un carrito de la lavandería de la cárcel lo llevó a niveles altísimos de popularida­d.

La película del Chapo es como la de El Padrino: es mejor la dos, la segunda parte. A partir de su segunda fuga, esa realmente impresiona­nte por construir un túnel y treparse a un pequeño vehículo motorizado, para terminar tomando un avión con destino desconocid­o, dejó boquiabier­tos a todos. Fue motivo de vergüenza para el Estado mexicano. Recuerdo que mexicanos que estaban en

Las palabras de López Obrador expresando compasión por el infausto criminal lo explican casi todo: pobre Chapo no se vale

el extranjero narraban en redes sociales la pena que sentían cada vez que pasaban las escenas en un restaurant­e y la gente reía y comentaba. Esa fuga fue una de las formas de la impotencia contra el crimen, de la burla contra la autoridad, una marca indeleble en nuestros enormes niveles de impunidad. A partir de esa ocasión se desató una verdadera cacería sobre el individuo, volvió a estar su nombre sistemátic­amente en los medios de comunicaci­ón nacionales y extranjero­s, su fama era de estrella pop. Las escenas de su percusión, los fallidos operativos de su captura eran difundidos como una manera de decir que estaban cerca de su captura. Fue entonces que la vanidad del narco sucumbió a los devaneos de la actriz Kate del Castillo (“la señorita Kei”, como le decía él) y realizaron juntos un happening con el actor Sean Penn que terminó viéndole la cara a Kei y al Chapo. Muchos dicen que a partir de ahí fue más fácil seguirlo, pues el rastro de los actores puso a las autoridade­s en el camino de la aprehensió­n del criminal. Una vez preso, El Chapo sabía lo que le tocaba: Estados Unidos y terminar su vida ahí en una cárcel de máxima seguridad. Era la única manera de terminar con vida: preso. Con El Chapo encerrado en una minúscula celda en medio del desierto de Colorado, su fama se irá extinguien­do. Quizá alguna serie lo rescate, alguna película, pero no será ya ese mito, quedará la leyenda. Con él en la cárcel queda en el escenario alguno que otro de su generación y ya mandan en muchos lados criminales más jóvenes que apenas construyen su historia en medio de terribles matanzas. Queda la impotencia mexicana de no tener las institucio­nes adecuadas para juzgarlo aquí, pero las palabras de López Obrador expresando compasión por el infausto criminal lo explican casi todo: pobre Chapo no se vale que le hagan eso.

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