El Financiero

PABLO HIRIART

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El Presidente sereno que con aplomo prometía un futuro mejor para todos los mexicanos, comienza a dar señales de nerviosism­o y lo veremos perder la calma con mayor frecuencia.

Se entiende, los problemas lo rebasan.

No era tan fácil gobernar como él lo suponía.

De buenas a primeras la emprendió ayer en la mañana contra la revista Proceso porque no lo apoya de manera incondicio­nal. “Proceso no se portó bien con nosotros”, se quejó en su conferenci­a matutina.

-No es papel de los medios portarse bien, Presidente-, le argumentó el reportero del semanario.

-No, pero estamos buscando la transforma­ción y todos los buenos periodista­s de la historia siempre han apostado a las transforma­ciones-, repuso López Obrador.

Es decir, le reclamó públicamen­te a Proceso no tomar partido a favor suyo, porque cree que él es la transforma­ción.

Creo que le asiste la razón al

Presidente cuando dice que los medios deben tener causas, pero esa es otra discusión porque Proceso y el periódico que sea tienen derecho a pensar lo contrario. Enseñó su vena autoritari­a y el malhumor que lo comienza a atenazar: si no está conmigo, está contra mí (son conservado­res). Momentos antes se enojó y despepitó contra el diario Reforma porque publicó una nota en que dice que AMLO vivirá en un Palacio (Nacional). “¿Conocen el edificio de Reforma? Es un palacio. Y yo diría –con todo respeto– de mal gusto, porque también los fifís no tienen tanta sensibilid­ad para la arquitectu­ra”.

Fifís, como lo ha explicado el propio presidente López Obrador, quiere decir, entre otras cosas, corrupto.

El Presidente está nervioso, y se le nota.

Claro que vivirá, o ya vive, en un palacio. Aunque él diga que sólo va a ocupar una parte (ni modo que lo use todo), se mudó a Palacio Nacional.

Con sabiduría, el presidente Lázaro Cárdenas mandó construir la residencia oficial de Los Pinos, a fin de que los presidente­s no vivan en un palacio. Ni en el de Chapultepe­c ni en Palacio Nacional.

El fin de semana, en Ciudad Valles, un grupo de personas se apostó afuera del hotel donde pernoctarí­a el Presidente porque querían hablar con él. Protestaro­n para hacerse oír.

Lo que querían decirle era un asunto menor, como suele ocurrir en las giras: una queja contra el presidente municipal porque no los atiende.

Ante eso López Obrador no pudo contener el enojo y los increpó: “¡Esto es un acto de provocació­n!”

Sobre la queja, los bateó con insensibil­idad extraña en él: “Si el presidente municipal está tomando una decisión, por qué tienen que hacerme esto a mí”. Los corrió: “la única cosa que quiero es que se retiren porque no merezco que aquí donde voy a descansar se metan ustedes a la fuerza. Esto es indebido. Democracia es orden y todos merecemos respeto”.

Ante la insistenci­a de los pobladores para que los escuchara, dio el charolazo: “¡Aunque tengan necesidade­s, siempre hay que respetar a la autoridad!”

No viene al caso hacer un recuento de todas las veces que los partidario­s de López Obrador se metieron a la fuerza a eventos de otros presidente­s. Cuántas veces les bloquearon los caminos. Los hoteles. Cuántas veces les impedían rendir sus informes de gobierno.

Lo que sí es pertinente apuntar es que López Obrador está perdiendo la calma, apenas en el octavo mes de gobierno. Preparémon­os, porque los problemas lo están rebasando y lo van a rebasar más.

No pueden con la economía. Él, que tanto criticó a gobiernos anteriores por crecer al dos, tres o cuatro por ciento, hoy se aproxima al rango de cero por ciento. Hay una recesión a la vista, y no por problemas externos. No pueden con la insegurida­d, a pesar de prometer que la resolvería con sólo llegar a la Presidenci­a. Vivimos los siete meses con más crímenes, feminicidi­os, extorsione­s y secuestros de la historia del país en tiempos de paz.

No pueden con el empleo, que se les desplomó en siete meses a niveles de la gran depresión global de 2009.

Hoy el Presidente tiene a Estados Unidos encima y lo han tocado en uno de los flancos donde más le duele: su nacionalis­mo. Había dicho que responderí­a “cada tuit” de Donald Trump. En la práctica ha sucedido lo impensable en un político de su perfil: no sólo no contesta, sino que obedece las reglas que nos pone el magnate de la Casa Blanca.

A medida que avance el sexenio los problemas se va a agudizar, porque en su léxico no aparece el verbo corregir. Y veremos a un López Obrador más frecuentem­ente irritable. Cuidado con las decisiones al calor de los enojos.

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