Reforma fiscal
Carlos Urzúa afirmó en la entrevista que publicó Proceso: la necesidad de una reforma fiscal, para avanzar en una agenda distributiva, de corte socialdemócrata, era una de las diferencias importantes que tenía con AMLO.
Otros analistas y funcionarios se han pronunciado en la misma tesitura. Bueno, para no ir más lejos, la OCDE la considera indispensable, ya que México es uno de los países que tiene más baja recaudación.
AMLO, sin embargo, se ha mantenido en sus trece: no puede haber gobierno rico, con pueblo pobre. Al tiempo que reitera que la corrupción es un cáncer que hay que extirpar, permitiendo liberar 500 mil millones de pesos. La popularidad de AMLO tiene varios factores explicativos. Pero entre ellos hay dos que me parecen relevantes: no ha aumentado los impuestos y el peso no se ha devaluado. Dejo de lado que la estabilidad cambiaria esté prendida con alfileres –lo relevante es que no ha habido devaluación. No sobra recordar que el libro que Peña Nieto publicó como
proyecto de gobierno, México, la Gran Esperanza, contemplaba la lucha contra la corrupción y una reforma fiscal, pero establecía una suerte de correspondencia: primero iría el combate a la corrupción y luego la reforma fiscal. Ahora sabemos, por experiencia nacional, que Peña y su corte no eran el antídoto contra la corrupción, sino una camarilla que llegó para enriquecerse por todos los medios a su alcance; objetivo que lograron con creces y con certificado de impunidad.
Por eso la lucha contra la corrupción avanzó hasta que hubo una enorme presión para aprobar el Sistema Nacional Anticorrupción. En cambio, Luis Videgaray implementó una reforma fiscal inmediatamente –en acuerdo con el PRD.
La reforma de Videgaray golpeó a los causantes cautivos, incrementó el ISR hasta un 35 por ciento, redujo drásticamente los márgenes de deducción, se fue sobre el régimen de pequeños contribuyentes y un largo etcétera.
Apenas aprobada la reforma fiscal, un exsecretario de Hacienda la resumió en dos frases: van sobre las clases medias, los grandes empresarios no serán afectados. Y así fue.
El día que se haga un recuento pormenorizado de cómo Peña Nieto perdió popularidad hasta convertirse en un presidente odiado y despreciado, aparecerán, sin duda alguna, como causas relevantes la casa blanca y la reforma fiscal.
Todo lo anterior impone una alegoría muy simple: ningún presidente de un Consejo de Administración se atrevería a pedirles a los socios que hicieran nuevas aportaciones de capital, si antes no hubiera extirpado la corrupción, ineficacia y derroche que imperasen en la compañía en cuestión.
Lo anterior no vale para el Estado. Porque el gobierno impone impuestos a contrapelo de la ciudadanía. Pero no se trata, en este caso, de una aversión a pagar al fisco, per se, sino de un principio fundamental que tiene que ver con la falta de legitimidad. Exprimir a los ciudadanos con mayores impuestos, al tiempo que la corrupción, el derroche y la ineficacia del gobierno es la regla manifiesta, constituye una suerte (para decirlo suavemente) de atraco.
Más aún, cuando el Estado y el gobierno han llegado al punto de no poder garantizar dos derechos esenciales de los ciudadanos: la integridad personal y la seguridad de sus bienes. Para no hablar de derechos como vivienda, educación de calidad, salud, etcétera. En sintonía con Urzúa se afirma, ahora, que la única manera de salvar a Pemex y mantener sanas las finanzas es una reforma fiscal. Pero es falso. El esquema de participación privada permitía, por una parte, obtener recursos para la producción y explotación y, por la otra, generar impuestos que se podrían aplicar a seguridad y programas sociales. Resumo. El Estado en México ha funcionado, desde la Colonia, patrimonialmente. Los bienes públicos como patrimonio personal del soberano y su corte. El priato adoptó y ‘modernizó’ ese esquema. Y la transición democrática lo ‘democratizó’: la vieja ‘familia revolucionaria’ se convirtió en una sociedad anónima (con tres accionistas principales y otro pequeño número de minoritarios).
No hay que soslayar esa historia. El patrimonialismo sigue allí, como el dinosaurio de Monterroso. Y así como no hay evidencia que AMLO quiera y pueda extirparlo, tampoco se puede razonar y actuar como si México fuera un país escandinavo. Mientras la corrupción, el derroche y la ineficacia no se combatan efectivamente, pretender imponer nuevas cargas a los ciudadanos es aberrante.