Pues sí, ¡es la economía!
Desde su conocida crítica a las reformas estructurales hechas, el presidente López Obrador rechazó la revisión a la baja del crecimiento del PIB para este año, presentada antier por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Además, cuestionó la “calidad moral” de la institución para evaluar nuestra economía y agregó que debería ofrecer disculpas al pueblo de México y hacer una autocrítica por las políticas que promovió y no trajeron sino desgracias para la economía y la sociedad. Al mismo tiempo, el presidente reconoció que México, igual que el FMI, el Banco Mundial y hasta la Organización Mundial de Comercio, hoy bajo el fuego graneado del presidente Trump, forma parte de lo que queda del orden internacional. Cómo hacer compatibles estas pertenencias con las críticas mañaneras hechas, es tarea adicional para los encargados de las exégesis del discurso presidencial pero, no deberíamos consolarnos con ello: el impacto del verbo presidencial en los asuntos y previsiones económicas puede exagerarse con mala intención opositora, como sugiere a diario el contingente morenista, pero mal haríamos sin ver lo central: el mundo económico es, a la vez, uno de percepciones, probabilidades, azar e incertidumbre y
que a modular esas convulsiones tiene que dedicarse el discurso político del Estado y sus gobernantes. Asimismo, el presidente desempolvó el arcano tema de la diferencia entre crecimiento y desarrollo, advirtiendo contra su equiparación por equívoca. Muchos temas de fondo para una desmañanada. La falta de foros adecuados, en especial de aquellos constitucionales dedicados a la investigación política y económica con propósitos expresos de reforma y formulación de políticas como es el Congreso, se hace evidente cada vez que el presidente arrambla contra organismos internacionales, calificadoras de deuda u oficinas especializadas en el análisis y la proyección económicos. De aquí, en parte al menos, la incertidumbre económica que condiciona las decisiones de inversión.
Qué bueno que el presidente reitere su crítica a la estrategia de cambio estructural a través de políticas de mercado, privatización y apertura acelerada y extrema. Pero qué mal que dicha crítica no se traduzca en ponencias de su gobierno para precisar las causas de una atonía inversora que, en el caso del sector público, obedece a una obsesión y un mito que se han probado destructivos de tejidos sociales y productivos a lo largo de la historia y la geografía mundiales. Ambos, pueden resumirse en el vocablo austeridad, aunque su primera y nefasta derivada lleve el mote de austericidio.
Esa dupla profundizó, si no es que determinó, lo que luego fue llamada la Gran Depresión del siglo XX y hay ya bastante evidencia de que su despliegue, posterior al estallido de la Gran Recesión contemporánea, sobre todo en Europa, llevó al continente a una circunstancia ominosa que algunos llaman estancamiento secular. Tanta evidencia contra la austeridad no ha sido suficiente para que los gobernantes y muchos economistas cambien sus pareceres y, con humildad, aunque sea pedir mucho, asuman la necesidad de revisar prácticas y conceptos, paradigmas y enfoques económicos.
La diferencia entre crecimiento y desarrollo es crucial. Se centra en las capacidades que Estados y marcos institucionales tengan para redistribuir los frutos del crecimiento, cuya “primera” distribución es, casi por definición, favorable al capital o la empresa y desfavorable al trabajo. Como sabemos, sin que esta desigualdad primigenia se modifique sustancialmente mediante la intervención estatal, con la política fiscal y todo el ensamblaje del Estado de Bienestar, es posible modificar tendencias, dando lugar a sistemas económicos no tan ajenos a las necesidades sociales. La experiencia europea, aunque también la estadunidense, muestra que, por decirlo rápido, la política fiscal puede hacer la diferencia.
En el mismo sentido, puede argüirse que el desempeño económico, a mediano y largo plazo, depende de las políticas y estrategias diseñadas desde los gobiernos y del grado de cooperación que éstos logren concitar en los empresarios e inversionistas privados. No hay Robinson Crusoe en este drama: el empresario individual y genial, el de la “destrucción creativa” shumpeteriana, solo existe en contextos y circunstancias condicionados por la política, las relaciones de fuerza y sociales y, al final como al principio, la intervención del Estado.
Sí se va a hablar ahora de crecimiento y desarrollo tiene que haber claridad en el papel que debe tener en Estado, en una ronda de renovación económica y reforma social. Con un fisco arrinconado por múltiples reclamos sociales, regionales, sectoriales y carente de recursos propios adicionales, no habrá inversión pública suficiente para llenar los huecos de la infraestructura, menos para acometer empresas de gran visión como las que el país requiere para crecer y así distribuir más y mejor. Desde donde se quiera ver la ecuación elemental planteada por el presidente López Obrador, no podrá ser despejada sin las capacidades del Estado, único inversionista capaz de ver más allá de sus mitológicas señales, adelantarse a carencias estratégicas y promover la gestación de consensos cuya concreción tiene que ser en montos crecientes de excedentes destinados a la acumulación de capital a través de la inversión productiva.
Más allá de las creencias que sobre la economía han urdido las instituciones internacionales, sigue estando la economía entendida, y asumida, como política. Y, la política como sistema de comunicación cuyos pilares no pueden ser otros que el discurso racional y la vocación nacional en torno a proyectos de largo aliento.
Más que pelearse con los del Fondo, hay que hacerlo con la imaginación para ir más allá de lo inmediato.