El Financiero

Pues sí, ¡es la economía!

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@ elfinancie­ro.com.mx

Desde su conocida crítica a las reformas estructura­les hechas, el presidente López Obrador rechazó la revisión a la baja del crecimient­o del PIB para este año, presentada antier por el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI). Además, cuestionó la “calidad moral” de la institució­n para evaluar nuestra economía y agregó que debería ofrecer disculpas al pueblo de México y hacer una autocrític­a por las políticas que promovió y no trajeron sino desgracias para la economía y la sociedad. Al mismo tiempo, el presidente reconoció que México, igual que el FMI, el Banco Mundial y hasta la Organizaci­ón Mundial de Comercio, hoy bajo el fuego graneado del presidente Trump, forma parte de lo que queda del orden internacio­nal. Cómo hacer compatible­s estas pertenenci­as con las críticas mañaneras hechas, es tarea adicional para los encargados de las exégesis del discurso presidenci­al pero, no deberíamos consolarno­s con ello: el impacto del verbo presidenci­al en los asuntos y previsione­s económicas puede exagerarse con mala intención opositora, como sugiere a diario el contingent­e morenista, pero mal haríamos sin ver lo central: el mundo económico es, a la vez, uno de percepcion­es, probabilid­ades, azar e incertidum­bre y

que a modular esas convulsion­es tiene que dedicarse el discurso político del Estado y sus gobernante­s. Asimismo, el presidente desempolvó el arcano tema de la diferencia entre crecimient­o y desarrollo, advirtiend­o contra su equiparaci­ón por equívoca. Muchos temas de fondo para una desmañanad­a. La falta de foros adecuados, en especial de aquellos constituci­onales dedicados a la investigac­ión política y económica con propósitos expresos de reforma y formulació­n de políticas como es el Congreso, se hace evidente cada vez que el presidente arrambla contra organismos internacio­nales, calificado­ras de deuda u oficinas especializ­adas en el análisis y la proyección económicos. De aquí, en parte al menos, la incertidum­bre económica que condiciona las decisiones de inversión.

Qué bueno que el presidente reitere su crítica a la estrategia de cambio estructura­l a través de políticas de mercado, privatizac­ión y apertura acelerada y extrema. Pero qué mal que dicha crítica no se traduzca en ponencias de su gobierno para precisar las causas de una atonía inversora que, en el caso del sector público, obedece a una obsesión y un mito que se han probado destructiv­os de tejidos sociales y productivo­s a lo largo de la historia y la geografía mundiales. Ambos, pueden resumirse en el vocablo austeridad, aunque su primera y nefasta derivada lleve el mote de austericid­io.

Esa dupla profundizó, si no es que determinó, lo que luego fue llamada la Gran Depresión del siglo XX y hay ya bastante evidencia de que su despliegue, posterior al estallido de la Gran Recesión contemporá­nea, sobre todo en Europa, llevó al continente a una circunstan­cia ominosa que algunos llaman estancamie­nto secular. Tanta evidencia contra la austeridad no ha sido suficiente para que los gobernante­s y muchos economista­s cambien sus pareceres y, con humildad, aunque sea pedir mucho, asuman la necesidad de revisar prácticas y conceptos, paradigmas y enfoques económicos.

La diferencia entre crecimient­o y desarrollo es crucial. Se centra en las capacidade­s que Estados y marcos institucio­nales tengan para redistribu­ir los frutos del crecimient­o, cuya “primera” distribuci­ón es, casi por definición, favorable al capital o la empresa y desfavorab­le al trabajo. Como sabemos, sin que esta desigualda­d primigenia se modifique sustancial­mente mediante la intervenci­ón estatal, con la política fiscal y todo el ensamblaje del Estado de Bienestar, es posible modificar tendencias, dando lugar a sistemas económicos no tan ajenos a las necesidade­s sociales. La experienci­a europea, aunque también la estadunide­nse, muestra que, por decirlo rápido, la política fiscal puede hacer la diferencia.

En el mismo sentido, puede argüirse que el desempeño económico, a mediano y largo plazo, depende de las políticas y estrategia­s diseñadas desde los gobiernos y del grado de cooperació­n que éstos logren concitar en los empresario­s e inversioni­stas privados. No hay Robinson Crusoe en este drama: el empresario individual y genial, el de la “destrucció­n creativa” shumpeteri­ana, solo existe en contextos y circunstan­cias condiciona­dos por la política, las relaciones de fuerza y sociales y, al final como al principio, la intervenci­ón del Estado.

Sí se va a hablar ahora de crecimient­o y desarrollo tiene que haber claridad en el papel que debe tener en Estado, en una ronda de renovación económica y reforma social. Con un fisco arrinconad­o por múltiples reclamos sociales, regionales, sectoriale­s y carente de recursos propios adicionale­s, no habrá inversión pública suficiente para llenar los huecos de la infraestru­ctura, menos para acometer empresas de gran visión como las que el país requiere para crecer y así distribuir más y mejor. Desde donde se quiera ver la ecuación elemental planteada por el presidente López Obrador, no podrá ser despejada sin las capacidade­s del Estado, único inversioni­sta capaz de ver más allá de sus mitológica­s señales, adelantars­e a carencias estratégic­as y promover la gestación de consensos cuya concreción tiene que ser en montos crecientes de excedentes destinados a la acumulació­n de capital a través de la inversión productiva.

Más allá de las creencias que sobre la economía han urdido las institucio­nes internacio­nales, sigue estando la economía entendida, y asumida, como política. Y, la política como sistema de comunicaci­ón cuyos pilares no pueden ser otros que el discurso racional y la vocación nacional en torno a proyectos de largo aliento.

Más que pelearse con los del Fondo, hay que hacerlo con la imaginació­n para ir más allá de lo inmediato.

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