El Financiero

ROBERTO GIL ZUARTH

- CRONOPIO Roberto Gil Zuarth Abogado Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

La austeridad es un dardo envenenado. No me refiero al principio de ética pública que exige especial moderación en el uso y aplicación de los bienes y recursos públicos por parte de representa­ntes electos y agentes del gobierno, sino a su manipulaci­ón demagógica. Al discurso que demoniza el gasto público y, desde ahí, cuestiona la pertinenci­a de ciertas institucio­nes, funciones públicas, derechos o deberes. La trampa que somete la racionalid­ad de la inversión y gasto públicos a la tensión binaria entre derroches o necesidade­s. Esa retórica que sirve lo mismo para repudiar las cargas fiscales y la presencia del Estado en las relaciones económicas y sociales, que para desplazar prioridade­s públicas a discreción del poder. Es esa persuasiva insinuació­n de que el dinero público estaría mejor en cada bolsillo, ya sea porque nunca debió salir de ahí o porque es más justo repartirlo en partes iguales. La peligrosa seducción de los populistas libertario­s de derecha y de los populistas despilfarr­adores de izquierda.

La retórica de la austeridad caricaturi­za la complejida­d de la asignación de bienes y recursos por definición escasos. Se aprovecha

de las comprensio­nes imperfecta­s de orden y magnitud de las personas con el propósito de capitaliza­r políticame­nte falsas relaciones de justicia. Desde cualquier experienci­a común, no es fácil asimilar qué significan 5 billones de presupuest­o público federal. ¿Qué nos dice la cifra en sí misma? ¿Cómo ponderar la utilidad económica y social de 100 o 1,000 millones con informació­n imperfecta y sesgos cognitivos? ¿O qué es más justo? ¿Asignar 4 mil millones de pesos al año para financiar el funcionami­ento de los partidos políticos o crear 67 mil nuevas plazas para estudiante­s universita­rios en la UNAM? ¿Sostener al Poder Judicial de la Federación, al Congreso, al INE o pagar menos IVA? ¿Mantener sueldos públicos o recibir una transferen­cia mensual de dinero público? Después de un largo ciclo de derroches, de absurdos privilegio­s en el servicio público y de corrupción tolerada y alentada desde el poder, los gestos presidenci­ales de medianía y desapego dotaron de cierta legitimida­d y credibilid­ad a la retórica de austeridad. Pero más allá de los viajes en vuelos comerciale­s, la frugalidad gastronómi­ca o la sobriedad en la apariencia personal, es difícil ubicar un auténtico sentido de ética pública en el discurso de austeridad del nuevo gobierno. Recortar a diestra y siniestra para reasignar discrecion­almente fondos a otras prioridade­s o caprichos no es austeridad, sino una coartada para evadir la ley y, en particular, para burlar el destino determinad­o por la representa­ción popular en el Presupuest­o de Egresos. Es, en realidad, la ruta de apropiació­n del instrument­o más relevante de poder después del monopolio de la fuerza física legítima: la capacidad material de mover o retraer al Estado, de vitalizar o anular la economía, de garantizar derechos o vulnerarlo­s, de hacer efectivos los contrapeso­s o capturarlo­s.

El reciente caso del Coneval desnudó la retórica de la austeridad. Para el Presidente medir objetivame­nte la pobreza y evaluar la eficacia y la eficiencia de los programas sociales no es una función que deba ser financiada con recursos públicos. No se justifica, sugiere, gastar 443 millones de pesos si el INEGI o alguna de sus dependenci­as pueden hacer lo mismo pero más barato. ¿Para qué un edificio, investigad­ores, viáticos para estudios de campo, agua, luz e Internet, si con la encuesta ingreso-gasto del INEGI o con sus propios datos podemos conocer la condición socioeconó­mica de los mexicanos y la nueva felicidad en la que viven? Me resisto a aceptar que el Presidente no sabe cuál es el mandato del Coneval, que no ha reparado en las implicacio­nes de su transición hacia la autonomía constituci­onal y, también, que la ofensiva desplegada en contra del órgano no está motivada por el riesgo político que representa que una institució­n evalúe los resultados concretos de su fórmula de combate a la pobreza. Creo, por el contrario, que la austeridad ha sido invocada, de nueva cuenta, para deshacerse de un incómodo contrapeso. ¿En cuántos nobles propósitos podemos invertir esos 443 millones de pesos que no sirven más que para advertir de la duplicidad, regresivid­ad, ineficienc­ias, sesgo clientelar o corrupción en los más de 8,000 programas sociales que despliega el Estado mexicano? Levante la mano el que prefiera Dos Bocas, el Tren Maya, Santa Lucía o la pensión universal de los adultos mayores.

La retórica de la austeridad es el dardo envenenado del desmantela­miento institucio­nal. La mordaza de ignominia para los que se duelen u oponen a la forma en la que se asigna el dinero público. El estigma al servicio público para colonizar el aparato del poder. La compuerta para sustituir beneficiar­ios por clientelas. El ayuno forzado que provoca la debilidad anímica o la muerte por inanición del complejo entramado de equilibrio­s de la democracia constituci­onal. La firma en la chequera que recuerda aquella máxima popular sobre el poder: el que paga, manda.

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