ANTONIO NAVALÓN
Antes, a los presidentes les bastaba con cumplir con una de las condiciones para ocupar el puesto, que era mirarse al espejo y decirse “cuánto me gusto”, pero ahora ya no hay nada que los limite
Un día era Donald Trump agrediendo a la Constitución y lo que se consideraba políticamente correcto hasta su llegada. Al otro día, todo Estados Unidos se había convertido en un gigantesco set de televisión donde el aprendiz era el pueblo estadounidense y donde él no podía hacer nada para despedirlo. La diferencia entre lo bueno y lo malo es que antes había países de instituciones o países de un solo hombre.
México sabe mucho de eso, Antonio María López de Santa Anna fue trece veces presidente de México, vendió al país en varias ocasiones e, incluso, si Álvaro Obregón ofreció un brazo a la Revolución, Santa Anna ofreció una pierna. En el caso del trece veces presidente, este ejercitaba, desde su hacienda Manga de Clavo, la simulación, que más adelante crearía una escuela tan importante y distinguida en la vida de la nación.
La esposa del primer embajador de España después de 1821 y del triunfo de Agustín de Iturbide, la marquesa Fanny de Calderón de la Barca, definía a Santa Anna como aparentemente melancólico y de resignación filosófica, pero también como uno de los peores hombres del mundo, ambicioso de poder, ambicioso de dinero y sin principios. Fuimos un país que conquistó su independencia frente a España para pasar a ser un país que durante cien años se pasó haciendo puras españoladas. En ese sentido, haber heredado la tradición golpista y la supremacía de los militares era lo normal.
Ayer, la tierra de Oliver Cromwell, el país donde para conservar la monarquía había que cortarle el cuello a un rey, inauguró un nuevo primer ministro cuyo nombre es Boris Johnson. Un hombre cuya principal característica, aparte de saber recitar en griego, es
que –al igual que Donald Trump– es alguien que puede tener una vida personal absolutamente cuestionable que jamás se la permitirían a nadie más. Un hijo fuera de cualquiera de esos matrimonios es lo de menos. Lo que importa es que Boris Johnson se ha ido a caballo sobre Downing Street para decir algo que seguramente es verdad pero que, sin duda alguna, costará sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor como antes preconizó su antecesor y modelo a seguir, Winston Spencer Churchill.
Boris Johnson quiere rematar Europa pero, de momento, mientras se peina ese mechón rebelde que tiene o en lo que le pide la fórmula a su colega Donald Trump, lo que va a ejecutar es Inglaterra. Pero, eso sí, las ejecuciones con gusto y democráticas duelen menos que las impuestas por la fuerza de las armas. Boris Johnson dispara a las formas y las modas políticas de Inglaterra; Donald Trump dispara al constitucionalismo estadounidense, dejando claro que nada es lo que era. Por eso, tener gobernantes que ven a las leyes como un condicionante absurdo, lleva a una situación en la que el mundo no tiene más remedio que sentarse a ver esta película no producida por Netflix y no asombrarse. Todo lo que conocimos no existe y parece imposible que vuelva. ¿Actualmente dónde se encuentran las garantías y la manera de hacer política? En las cabezas y las testas coronadas –con corona o sin ella– de los dirigentes de cada país.
Ver al presidente de China o al presidente de Rusia es como ver a las figuras presidenciales más institucionales. Xi Jinping es presidente de un país comunista que se ha convertido en el principal defensor del libre comercio, que, a su vez, reivindica por encima de todo la competencia. Y que, aunque es verdad el viejo dicho de “tienes más trampas que una película de chinos”, a pesar de todo hay que reconocer que formalmente hablando la posición de China, la China comunista, es más seria al comercio internacional que la del muy liberal y antiguo apóstol del libre comercio que era Estados Unidos.
¿Para quién y a quién deben de gobernar los líderes actuales? Entérese de una vez, ellos gobiernan para sí mismos. Antes, a los presidentes les bastaba con cumplir con una de las condiciones para ocupar el puesto, que era mirarse al espejo y decirse “cuánto me gusto”, pero ahora ya no hay nada que los limite. Si no les gustan los recursos que admiten las leyes, disuelven la Suprema Corte. Si no están de acuerdo con el sentido humanitario de no separar a los niños de sus padres, los separan y los cuentan de a miles. Antes, hacer esto provocaría que la gente te catalogara como nazi; hoy, a eso se le conoce como la nueva doctrina de seguridad de Estados Unidos.
Conclusión: antes decir país de un solo hombre era como si se estuviera diciendo un insulto. Hoy hay que saber que el mundo está gobernado por países de un solo hombre donde sólo el Congreso y el partido comunista chino siguen su lógica. Un mundo donde también sólo la Duma Estatal del nacionalista Vladimir Putin –quien se ha convertido en el principal seguidor de la iglesia ortodoxa rusa– sigue pensando que es importante respetar las formas. El resto destruye todas las formas y precipitan al mundo a que viva en el hecho de que cualquiera puede destruir todo lo que toca. Por eso cada país debe de mirar al de al lado y pensar que no es tan grave lo que hace su presidente en turno. Es un virus, no crea víctimas inicialmente personales, sólo quema las instituciones. Nos hemos vuelto tan humanistas y usamos tanto el conflicto que al final es como una gigantesca excusa para no tener ni sistema ni principios ni programa para brindar alternativas a este momento tan complejo de la historia de la humanidad.