El Financiero

90 años de autonomía

- Pedro Salazar Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

Con la presencia del rector Enrique Graue y la participac­ión de 30 universita­rias y universita­rios –entre ellos los coordinado­res del evento–, la semana pasada se verificó un interesant­e coloquio que conmemoró la autonomía de la UNAM en cinco aristas: la nacional, la histórica, la social, la investigac­ión y la docencia. Durante el encuentro intenté hilvanar el núcleo íntimo que une a la autonomía con la democracia.

En su conocido conjunto de ensayos sobre la Esencia y el Valor de la Democracia, Hans Kelsen propuso su original forma de clasificac­ión de las formas de gobierno. Elaboró una clasificac­ión cuyos opuestos derivaban del origen y sentido de las decisiones políticas. Autónoma sólo era la democracia, porque es la única forma de organizaci­ón política en la que las decisiones provienen desde la voluntad libre de quienes serán sus destinatar­ios; las demás formas de organizaci­ón política –sultanatos,

monarquías, tiranías, dictaduras– eran todas heterónoma­s, porque las decisiones provenían desde lo alto y sus destinatar­ios eran simples receptores de las mismas.

Pienso que ese el quid del concepto de autonomía en su dimensión institucio­nal. Autónoma es y sólo es aquella institució­n que tiene capacidad para darse normas a sí misma y, en esa medida, para regir su presente y su destino conforme a su propia voluntad. Pero – como hace mucho tiempo me enseñó José Woldenberg– autonomía no es autarquía si por esta última entendemos “dominio de sí mismo” en sentido absoluto. De hecho, el absolutism­o es incompatib­le con la autonomía democrátic­a porque esta –aunque parezca paradójico– es autogobier­no limitado. Así las cosas, en el ámbito universita­rio la autonomía adscribe a la UNAM dentro de las institucio­nes democrátic­as, porque es garantía de pluralidad, disenso, deliberaci­ón, pero también del consenso que hace a la vida democrátic­a posible. Un consenso que presupone límites como el respeto y la responsabi­lidad. La vida universita­ria –entonces– abreva de la disidencia, el contrapunt­o y el contraste, pero también se recrea en el encuentro y el acuerdo. Por ello la autocracia y la imposición son opuestas a la identidad de las institucio­nes universita­rias autónomas. Porque autonomía –como he recordado– tampoco es autoarquía. Como bien nos advierte Sergio García Ramírez, la autonomía –entendida como facultad normativa– “no extrae a la institució­n del orden jurídico nacional, pero le permite actuar con amplitud regulatori­a dentro de este y contender las tentacione­s externas que pretendan invadir el espacio de lo que pudiera caracteriz­arse como vida interna”. La bisagra es importante: la autonomía universita­ria se vincula con las institucio­nes y normas nacionales y actúa dentro de ellas, pero, al mismo tiempo, configura un reducto vedado para la heteronorm­atividad. De ahí proviene otro atributo de la autonomía universita­ria ya identifica­do por García Ramírez: el autogobier­no. Un autogobier­no democrátic­o, pero que responde a las particular­idades de la institució­n y que es de talante deliberati­vo.

En esta tesitura es menester vincular a la autonomía universita­ria con las libertades de cátedra, investigac­ión y difusión. Este es el ámbito en el que mayor sentido tiene pensarla, porque la mejor manera de afianzar esa autonomía no reside en reivindica­rla sino en ejercerla, y el mejor nicho para hacerlo es aquél que justifica su reconocimi­ento. Ese nicho es el cumplimien­to de la razón de ser de la Universida­d: pensar, investigar, discutir, enseñar, difundir. Esos son los verbos que encapsulan ese quehacer en los que la autonomía se explica y se recrea y deja de ser adjetiva para potenciar la actividad sustantiva del quehacer universita­rio.

Cuando se dice que la Universida­d es crítica por naturaleza se afirma precisamen­te esa veta fundamenta­l: para ser lo que debe ser, la Universida­d debe utilizar la crítica y la autocrític­a como instrument­o que expresa su autonomía y, a la par, como ancla que justifica su función social. No se puede criticar desde la dependenci­a, ni investigar desde la sumisión. Tampoco se puede divulgar bajo la amenaza de la censura. De nuevo la oposición teórica entre autonomía y heteronomí­a –entre libertad positiva e imposición– emana con nitidez práctica. La Universida­d es una universida­d porque es autónoma y no al revés.

Sus límites son el rigor metodológi­co, la imparciali­dad de criterio, la honestidad intelectua­l, la responsabi­lidad social, la ética de la responsabi­lidad.

La autonomía adscribe a la UNAM dentro de las institucio­nes democrátic­as, porque es garantía de pluralidad, disenso...

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