Sólo Dios puede juzgarme
Alas conocidas características que tiene el presidente López Obrador, hay una innegable que le gusta exhibir y de la cual el pueblo sabio y bueno le gusta saborear. Es un manto de sacralidad y bienaventuranza que se plasma en estribillos como abrazos no balazos, o a mí no se me da la venganza, o la más definitiva: no somos iguales.
No, no es gratuito que, amparado en un texto de Alfonso Reyes, haya mandado a confeccionar la Cartilla moral, un inventario de buenas, preciosas actitudes que enfrentarían al perverso proceder de hampones de cuello blanco, huachicoleros, ruines criminales y productores de bajas pasiones, que han sumido al país en un angustioso calvario del que nadie se salva, aunque el resguardo, aparentemente, pudiese ser un restaurante lujoso.
Un dato que fue contundente sobre el espíritu de cercanía que tiene hacia lo religioso se dio cuando el señor Naason Joaquín García, líder de la Luz del Mundo, fue homenajeado
nada menos que en Bellas Artes, nicho reservado a las manifestaciones de la música, opera, conferencias y exposiciones de arte. Ante las numerosas protestas, dejó escurrir, a manera de justificación, que el afamado recinto había sido alquilado en 185 mil pesos. Seguramente no lo sabía, pero diez días más tarde este individuo, mitad arcángel y mitad demonio, fue acusado en Estados Unidos de ejercer tráfico humano, violación de menores y producir pornografía infantil. A ese apóstol de Jesucristo (como le gustaba ser llamado), se le fijó una fianza de 50 millones de dólares. Cuando aquí en México, por cargos semejantes, la fianza es de 10 mil pesos. Está en la cárcel y seguramente ahí purgará sus pecados mortales largo rato. Recientemente, ante trabajadores y campesinos, AMLO les dio una receta eminentemente moral que parecía extraída de algún cursillo de cristiandad. Les dijo que la felicidad no se encuentra en el dinero, ni en las joyas ni en las posesiones. Les indicó que el verdadero bienestar, la dicha, radica en estar bien con uno mismo. “Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja a que un rico llegue al reino de los cielos” (Mateo 19:24). Casi al mismo tiempo se dio a conocer que se editarían 10 millones de ejemplares de esa cartilla y que comenzarían a repartirse en las escuelas y también serían distribuidas por las iglesias, principalmente las evangelistas. Claro, la cúpula eclesiástica ha tenido a bien exigir canales de televisión para difundir, entre sermones y olor a santidad, sus preciosas verdades.
No son datos aislados, con frecuencia la idea de la “4T” es envuelta en una fina seda de regalo espiritual, ya que la desigualdad ha sido propiciada por una élite mafiosa que sólo concibe la felicidad en el apego a lo material. La prueba más fehaciente es la maldita corrupción. De aquí el hecho que repartir dinero aquí y allá, sea un sustituto de limosnas para en el futuro cosechar los beneficios de tal magnanimidad.
Viene a cuento el libro de Emmanuel Macron, Revolución, editado por Sin Fronteras, quien en la página 107 publica:
“No creo que la política deba prometer la felicidad. Los franceses no son tan ingenuos: saben que la política no lo puede todo, dirigirlo todo, mejorarlo todo. Estoy convencido de que más que para alcanzar la felicidad, debe servir para proporcionar el marco que permita a cada cual encontrar su camino, convertirse en dueño de su propio destino, ejercer su libertad y escoger su modo de vida… pero para elegir el modo de vida hay que vivir del trabajo propio. Es trabajando como se puede vivir, educar a los hijos, disfrutar de la existencia, aprender, tejer vínculos con los demás. Es el trabajo lo que permite progresar y hacerse un sitio en la sociedad. Regalar recursos a una parte de la población es arrojarla a profundidades de la inutilidad económica; es algo que en mis oídos siempre ha sonado como una derrota estrepitosa de la más hermosa promesa de la República. Es claro, luchar por que cada uno pueda vivir de su trabajo es también permitir que los actores económicos puedan hacer frente a los cambios prometidos, sin buscar regalos, sin persignarnos ni buscar bendiciones.
Regalar recursos a una parte de la población es arrojarla a profundidades de la inutilidad económica
Es trabajando como se puede vivir, educar a los hijos, disfrutar de la existencia, aprender, tejer vínculos con los demás