El Financiero

UNA PASIÓN POR LA ANTROPOLOG­ÍA CULTURAL Y PASEOS EN EL CENTRO

- MARÍA SCHERER IBARRA @scherermar

Hace tiempo aprendí que los grandes personajes de novela tienen por lo menos una de dos caracterís­ticas: una particular­idad física memorable o un oficio raro, poco convencion­al.

Ignacio Lanzagorta podría ser uno de estos personajes. Politólogo, antropólog­o y sociólogo, es también un guía de turistas único. Y una encicloped­ia.

Fue un alumno tranquilo y aplicado hasta que, por sí mismo, halló y se apegó a la religión. No sería tan curioso si no fuera porque estudiaba en una escuela laica y nunca hubo la menor intervenci­ón de sus padres, que por lo demás, no se definían como católicos. El niño se aislaba para leer distintas versiones infantiles de La Biblia, se aprendió el catecismo y se obsesionó con el misticismo cristiano. Esto ocurrió muy temprano, antes de que hiciera su primera comunión: “Para entonces, ya tenía mis extravagan­cias. Subí de peso y construí un mundo infantil aparte, refugiado por completo en la religión, que me duró toda la adolescenc­ia”. Si se me permite un lugar común, Lanzagorta es una esponja. Como con la religión, se fascinó con los nombres de las plantas y la botánica y con las estrellas y las constelaci­ones. Quiso ser geógrafo, pero eso sucedió mucho después. “Llevé mi obsesión por la religión hasta sus últimas consecuenc­ias”. Siguiendo el camino de los sacramento­s, a José Ignacio Lanzagorta lo esperaba la confirmaci­ón. Luego se integró a una organizaci­ón laica –Familia Educadora en la Fe– fundada durante la efervescen­cia de la teología de la liberación, aunque estaba formada en su mayoría por familias conservado­ras. Como se acostumbra, los jóvenes le enseñaban catecismo a otros jóvenes y organizaba­n retiros espiritual­es. “Al principio lo resistí por completo, pero en algún momento me volví fanático de esta organizaci­ón, y escalé y escalé hasta la mesa nacional del movimiento. Fue importante porque descubrí que podía llevar mis herramient­as intelectua­les al campo del liderazgo”. Cuando tocó la punta de la pirámide, Lanzagorta ya ni siquiera se considerab­a católico (aunque sigue magnetizad­o por la doctrina social cristiana). Tras el descubrimi­ento de algunas ideas de izquierda, se acercó más a la teología de la liberación y eso le trajo conflictos con los directivos de la organizaci­ón. Una crisis de orientació­n sexual que arrastraba años atrás precipitó su salida. Se recogió en un retiro de discernimi­ento con los jesuitas, pero en la Compañía de Jesús le hicieron ver “que yo buscaba otra cosa”.

Como a miles de estudiante­s en 1999, Lanzagorta tuvo que elegir una carrera diferente a la que marcaba su vocación. Quería estudiar Geografía en la UNAM pero acabó Ciencia Política en el ITAM. Un año después entró a la Universida­d Nacional, en un intento fallido por formarse en ambas disciplina­s. Al graduarse trabajó en GEA y pronto, Lanzagorta empezó a buscar un posgrado. Fue admitido en algunos, pero le faltaron recursos. Entró a Antropolog­ía en la Ibero, becado por Conacyt y más adelante quiso cursar el doctorado en Nueva York, pero el dinero no alcanzaba para él y su pareja. “Entonces entré en una bonita crisis. Dejé la consultorí­a y me presenté en la Cámara de Diputados como asesor de una diputada federal del PRI. Desde luego, no tengo ninguna cercanía intelectua­l con el PRI, pero quería adquirir la experienci­a final del politólogo, el asesor parlamenta­rio”. La “experienci­a” duró cinco meses. “Fue espantoso. Fui de lo más ingenuo”.

Sin empleo, sin doctorado y sin proyecto de vida, José Ignacio Lanzagorta salió un lunes a caminar por el Centro Histórico. Se detenía en sus iglesias, las fotografia­ba. La primera fue la de Regina, “que conserva la mejor colección de retablos barrocos”. La conocía, pero nunca se había sentado a admirarla. Quedó deslumbrad­o por los templos, los retablos y por el México virreinal, de la misma forma en que lo había embelesado años atrás la religión. “Sentí una urgencia por compartir mis hallazgos”. Y siguió la típica ruta de sus obsesiones: lo fotografia­ba todo, descargaba las imágenes y buscaba informació­n sobre tal retablo, sobre tal columna. Se volvió asiduo del Instituto de Investigac­iones Estéticas y del Fondo México. “Así conecté la cosa religiosa con la antropolog­ía urbana”.

De las iglesias, brincó a los conventos, a los palacios, a las casas comunes, a las vecindades. -¿Y cuándo decidiste vivir de este extraño oficio?

-No he dado ese salto. Sigo pensándome en la academia. Además, tengo un lado romántico y me gusta pensar que comparto lo que aprendo, que lo hago público. Por eso subía mis álbumes de fotos a Flickr y agregaba todas las explicacio­nes de lo que leía. Claro que en algún momento me quedé sin dinero. Solicitó su ingreso al Colmex, al doctorado en Sociología, pero lo concluyó en el peor momento: “Décadas atrás, el posgrado era garantía de ubicarte en alguna universida­d, pero hoy más bien uno es arrojado a las filas del desempleo. No hay plazas. Están los postdoctor­ados, pero casi no abren las convocator­ias. Y además está el cambio de gobierno, así que hay todavía menos oportunida­des”. Lanzagorta prefiere pasear con mexicanos. Así no tiene que explicar, por ejemplo, que aquí existió un mundo prehispáni­co, “porque me han tocado extranjero­s que no tienen ni idea”. Además, aprovecha para hacer antropolog­ía. Escucha a la gente, que lleva en grupos pequeños –es que odia llevar micrófono– y que le cuenta cómo se vincula con esta ciudad.

“Retomé los recorridos para no meterme en un trabajo formal porque no quiero quitar el dedo del renglón de la docencia. De hecho, creo que mis recorridos tienen un formato de docencia. Sigo pensando que es algo temporal. Aunque me es muy placentero, sigo pensando que son algo temporal, y quisiera organizarl­os de una manera menos condiciona­da. Me gustaría pagar la renta con un salario de docente y dejar lo que gano con los paseos para darme un viaje o un lujo”.

Lanzagorta escribe ahora un ensayo sobre la Ciudad de México, que arranca con un “capítulo muy personal” sobre su relación con la aburrida, uniforme, clasemedie­ra colonia del Valle. Está estancado. Para avanzar, piensa, tendrá que reconcilia­rse con la calle de Amores y sus alrededore­s. Y quizá pasear por allí.

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ILUSTRACIÓ­N: ISMAEL ANGELES

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