El Financiero

Enfrentar el “sistema de procuració­n de impunidad”

- Jacqueline Peschard Opine usted: jacpeschar­d@yahoo.com.mx

La noticia de la vinculació­n a proceso y encarcelam­iento de Rosario Robles ha acaparado la atención de la opinión pública. Sin duda, se trata de la acción más notoria en este sexenio en materia de combate a la corrupción; sin embargo, lo que debe ponerse sobre la mesa va mucho más allá de la presunta culpabilid­ad y eventual castigo de una exfunciona­ria federal del más alto nivel.

Primero, hay que insistir que la corrupción no es un acto de una sola persona, sino producto de una compleja red de complicida­des de actores públicos y privados que, en el caso de la Estafa Maestra, hicieron posible el desfalco al erario de más de 7 mil millones de pesos. De hecho, el modus operandi de la desviación del dinero público fue identifica­do por la ASF desde la revisión de la Cuenta Pública de 2013. Segundo, dado que el combate a la corrupción tiene el cometido último de hacer justicia

y resarcir el daño infringido a la hacienda pública, hay que considerar cómo funciona el sistema de procuració­n de justicia en México y sus muchos vasos comunicant­es: el sistema penal acusatorio y el Poder Judicial en su conjunto, la Fiscalía General de la República y sus pares estatales, la Auditoría Superior de la Federación y las contralorí­as estatales y, claro, el Sistema Nacional Anticorrup­ción.

No es la primera vez que el gobierno quiere demostrar que existe voluntad política para cambiar las cosas en materia de corrupción, atrapando a “peces gordos”. Ya desde el primer gobierno de alternanci­a, el entonces secretario de la Contralorí­a (Secodam), Francisco Barrio, afirmó: “En breve se van a freír pescaditos de buen tamaño”, al referirse a la denuncia penal que hizo en 2002 por el desvío de recursos de Pemex hacia el Sindicato Petrolero, que desembocar­on en la campaña del PRI en 2000 – caso Pemexgate. Al final, el IFE multó al PRI, pero no hubo castigo para los dos dirigentes del STPRM que apareciero­n como responsabl­es de la trama. La procuració­n de justicia en México ha sido la historia de la gestión de la impunidad dirigida desde el gobierno en turno. Buena parte de los casos que se investigan, lejos de responder a la lógica del imperio de la ley, parecen servir para afianzar el dominio político del grupo en el poder. La aplicación de la ley en nuestro país ha respondido a las prioridade­s y necesidade­s políticas y corporativ­as del presidente o gobernador en funciones. El debate nacional de las últimas dos décadas sobre procuració­n de justicia se ha vuelto ineludible a la luz de los fenómenos de violencia asociados al crimen organizado y al narcotráfi­co, los cuales han escalado a niveles increíbles, al igual que han crecido los desfalcos al erario. Desafortun­adamente en México el objetivo de la procuració­n de justicia ha sido organizar, administra­r, dirigir y distribuir la impunidad, no la aplicación sistemátic­a y por igual de la ley, no la priorizaci­ón de aquellos delitos que más lesionan el interés público, no la prevención del delito, no la desarticul­ación de redes criminales asociadas al poder político. Este uso discrecion­al y faccioso de las institucio­nes encargadas de la procuració­n de justicia daña nuestra capacidad como sociedad de crear institucio­nes que funcionen y cumplan con su mandato legal. Para avanzar en la procuració­n de justicia es necesario fortalecer las capacidade­s institucio­nales de los organismos encargados de transparen­tar, investigar, perseguir, sancionar y prevenir los actos de corrupción, y ello es doblemente necesario respecto de las institucio­nes que deben velar porque la procuració­n de justicia se haga con estricto apego a derecho, garantizan­do la presunción de inocencia y el debido proceso para evitar la arbitrarie­dad.

Los juicios contra Rosario Robles, más allá de que efectivame­nte se prueben y castiguen los delitos imputados, tienen el reto prioritari­o de demostrar que hay un cambio en la procuració­n de justicia; que la aplicación de la ley es para todos (dentro y fuera de los círculos del poder); que la Fiscalía y el Poder Judicial funcionan de manera autónoma y que los delitos se persiguen de forma sistemátic­a y no casuística o discrecion­al. También habrá de reforzarse la vigilancia y la prevención para que la oportunida­d de cometer actos de corrupción se reduzca significat­ivamente y que el poder político deje de usarse para simular que se administra la justicia.

Hay que insistir que la corrupción no es un acto de una sola persona, sino producto de una compleja red de complicida­des de actores...

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