El Financiero

CONOCE UN CAPÍTULO DE EL LABERINTO DEL FAUNO.

LOS REINOS DE LA Con autorizaci­ón del sello Alfaguara publicamos un capítulo de la novela El laberinto del fauno (2019), de Guillermo del Toro y Cornelia Funke

- CAPITILO XXII

Vidal no había dormido bien, y mientras raspaba su piel recién lavada con la cuchilla de afeitar, se sorprendió deseando que la navaja lo librara no sólo de su barba, sino de los tormentoso­s sueños que aún anidaban en las sombras que la mañana dibujaba en la polvorient­a habitación.

A medida que enjuagaba la navaja, el agua se pintaba de blanco, como la leche. ¿Por qué eso le recordaba a su hijo no nacido y a su madre ensangrent­ada? Junto al cuenco se encontraba el reloj de bolsillo que a cada segundo le arrebataba la vida. ¡Muerte!, parecían decirle las manecillas de plata. Quizá la muerte era el único amor para el corazón de Vidal. Su romance más grande. Nada se comparaba a ella. Tan grande, tan absoluta, una celebració­n de las tinieblas, de la rendición final y completa. Incluso en la muerte, desde luego, existía el miedo de fracasar, de desvanecer­se sin ser visto y sin gloria, con la cara hundida en la tierra, o peor, terminar como su madre, en la cama, con la enfermedad carcomiend­o su cuerpo. Las mujeres morían así. Los hombres no.

Vidal se miró fijamente en el espejo. La crema de afeitar restante lo hacía ver como si su carne estuviera ya pudriéndos­e. Levantó la navaja tan cerca del espejo que la hoja parecía cortarle la garganta. ¿Había miedo en sus ojos?

No.

Dejó caer la mano abruptamen­te e invocó la máscara de confianza en sí mismo que se había convertido en su segundo rostro: despiadado, decidido. La Muerte es una amante que atemoriza, y sólo había una forma de superar ese miedo: ser un verdugo a su servicio.

“Y cuando Carmen

se quejaba en la cama, la mandrágora giraba como un niño hacia

el sonido, como si pudiera escuchar la

voz de su madre”.

Quizá Vidal, a solas frente al espejo, cortejándo­la con su navaja, sintió que la Muerte había llegado al molino. Quizás escuchó sus pasos sigilosos en los escalones de la habitación donde su mujer embarazada se revolvía inquieta entre las sábanas empapadas en sudor. Ofelia también escuchó los pasos de la Muerte. Estaba de pie a un costado de la cama, acariciánd­ole el rostro a su madre. Estaba tan caliente que parecía que la vida estuviera incineránd­ose en su interior. ¿Su hermano no nacido tendría miedo también? Ofelia puso la mano en la curva que su diminuto cuerpo dibujaba bajo las sábanas. ¿Sentía el ardor de la fiebre de su madre en su pequeño rostro? Ofelia estaba harta de estar enojada con él. Era ese lugar lo que enferma a a su madre, no él, y el único culpable era el Lobo. De hecho, se sorprendió a sí misma ansiando la compañía de su hermano, para abrazarlo y cuidarlo del modo en que la niña esculpida en la columna del laberinto cuidaba al bebé en sus brazos. Algunas veces necesitamo­s ver lo que sentimos para enterarnos de que existe. Ofelia había ido a la habitación de su madre para hacer lo que el fauno le dijo que hiciera. Había llevado un cuenco con leche y la mandrágora que él le dio, aunque la raíz aún le producía asco. Comenzó a moverse en el instante en que entró en contacto con la leche, estirando sus pálidas extremidad­es como un recién nacido. Sus brazos y sus piernas eran tan regordetes como los de un bebé; incluso los ruidos que hacía le recordaban los chillidos ahogados de un recién nacido. Y cuando Carmen se quejaba en la cama, la mandrágora giraba como un niño hacia el sonido, como si pudiera escuchar la voz de su madre. Ofelia sonrió a pesar de su desagrado. La raíz siguió chillando quedo mientras ella llevaba el cuenco a la cama. No fue fácil ponerlo en su lugar sin derramar la leche. Ofelia tuvo que arrastrars­e debajo de la cama para empujar el cuenco sin que nadie lo viera y por un momento le preocupó que la mandrágora despertara a su madre, pues se puso a llorar como bebé. Como bebé hambriento.

¡Por supuesto! Ofelia se mordió el dedo y apretó hasta que dos gotas de sangre se derramaron en la leche. Sólo entonces, mientras seguía recostada bajo la cama, escuchó los pasos. Alguien entró en la habitación y se puso de pie junto a la cama de su madre. A Ofelia le alivió reconocer los zapatos del doctor Ferreiro. Pero Ferreiro no estaba solo. —¡Capitán! —dijo—. ¡Bajó la fiebre! No sé cómo, pero bajó. Ferreiro estaba aliviado. Desde que la niña encontró a su madre sangrando, le preocupaba que pronto se convirtier­a en huérfana y que fuera a perder también a su hermano no nacido. Ferreiro había intentado disimular esos temores frente a Ofelia, pero había visto el miedo en sus ojos, tan oscuros como los de su madre. Y el doctor sabía que, si su madre moría, él no podría protegerla del hombre que ahora estaba a su lado. La niña escondida debajo de la cama de su madre, con el corazón acelerado… —¿Y? Aún tiene fiebre —Ofelia no percibió alivio ni preocupaci­ón en la voz del Lobo. Ni amor. —Sí, pero es un buen síntoma —escuchó decir al doctor—. Su cuerpo responde al tratamient­o. Ofelia sintió cómo su madre se movía encima de ella mientras dormía. —Escúcheme, Ferreiro… —la voz del Lobo era fría—. Si tiene que escoger, salve al bebé. ¿Entendido? Ofelia no podía respirar. Su corazón gritaba. Cada palabra del Lobo era una bofetada en el rostro enfebrecid­o de su madre. —Ese niño —prosiguió— llevará mi nombre. Y el nombre de mi padre. Sálvelo. Si él…

Una explosión súbita lo obligó a guardar silencio. Ofelia estaba segura de que provenía del bosque. La Muerte no estaba sólo dentro del molino.

Cuando Vidal salió de la casa encontró a sus soldados reunidos en el patio. Una bola de fuego se alzaba por encima de las copas de los árboles, pintando el cielo de humo gris. Ofelia oyó dos explosione­s más cuando se arrastró para salir de debajo de la cama. No le importó. El rostro de su madre estaba en paz por primera vez desde que su camisón se empapara de sangre, y Ofelia presionó con amor la oreja contra la barriga de su madre. —¡Hermano! —susurró—. Hermanito, si puedes escucharme, las cosas aquí afuera no están muy bien. Pero tienes que salir pronto. Estaba cansada de llorar, pero las lágrimas inundaron sus ojos sin que pudiera evitarlo.

—Has hecho que mamá se ponga muy enferma.

Si tiene que escoger, salve al bebé.

Las palabras del Lobo la llenaron de rabia nuevamente, pero Ofelia no quería eso. De ahora en adelante serían ellos tres contra él. Madre, hermana, hermano. Así es como tenía que ser.

—¡Quiero pedirte un favor! —suplicó—. Para cuando salgas. Sólo uno. Por favor, no la lastimes —las lágrimas de Ofelia mojaron las sábanas de su madre, como si toda la tristeza que sentía se transforma­ra en agua—. Ya verás cuando la conozcas —dijo—. Mamá es muy hermosa, aunque a veces pasa muchos días triste. Y cuando sonríe… Yo sé que vas a amarla. ¡Estoy segura! No hubo respuesta, pero Ofelia estaba segura de escuchar el corazón de su hermano latiendo debajo de la piel de su madre. —¡Escucha! —dotó a sus palabras de todo el peso que requiere una promesa solemne—. Si haces lo que te digo, te llevaré a mi reino y te convertiré en un príncipe. ¡Te lo prometo! Un príncipe. Debajo de la cama, la mandrágora soltó un suave chillido.

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ILUSTRACIÓ­N: ALLEN WILLIAMS

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