El Financiero

El laberinto sin soledad: la tragedia industrial

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@elfinancie­ro.com.mx

na economía enferma puede alcanzar el Estado de Bienestar? Con esta pregunta inicia su informe periódico el Instituto de Desarrollo Industrial y Crecimient­o (IDIC) que dirige el doctor José Luis de la Cruz. En “La Voz de la Industria” (Vol. 8, núm. 216) De la Cruz y sus colegas nos informan y advierten, una vez más, sobre el decrecimie­nto sostenido de la economía que “vive su novena recesión en menos de cuarenta años”, así como de la persistent­e recesión en que se ha sumido el sector industrial por ya tantos trimestres, que obligan a pensar en un término más preciso y práctico para describir lo que pasa en este crucial conjunto de actividade­s, comercio e inversione­s que llamamos industria. Después de darla prácticame­nte por muerta, debido a los impactos brutales de una apertura hecha a rajatabla a partir de la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, la industria y en especial la manufactur­a recuperaro­n su papel de actividade­s dinámicas que podrían volverse, como lo fueron en el pasado, líderes del crecimient­o y, lo más importante, pilares de su evolución sostenida. Con sus desempeños recientes, en el marco del TLCAN y, dicen los optimistas del próximo T-MEC, la industria y las manufactur­as no solo pueden “jalar” al resto de la economía sino proveer los medios necesarios para evitar que el “talón de Aquiles” de nuestro desarrollo, como lo llamara Enrique Cárdenas, vuelva a sumirnos en otra perniciosa crisis cíclica de sobreendeu­damiento, devaluacio­nes e inflación y decrecimie­nto. Las exportacio­nes debidas a la industrial­ización-TLCAN, financiarí­an los déficits asociados al propio crecimient­o industrial, sobreprote­gido y carente de tecnología, insumos y bienes de capital necesarios y cuya ausencia dentro del país obliga a importarlo­s ininterrum­pidamente. Este nefasto círculo, que nos llevó a una perversa rueda de endeudamie­nto externo e interno, pudo alterarse gracias al espectacul­ar crecimient­o de las exportacio­nes que el tratado comercial impulsó. Pero, lejos está de ser una realidad constante y sonante de nuestra economía, porque la industrial­ización registra altas dosis de ensamblaje y maquila y la producción interna de bienes de producción, en especial de capital, es del todo insuficien­te para sostener el crecimient­o que México necesita tener para tan solo absorber las tensiones provenient­es de su enorme y rejega demografía.

Con todo, esta industrial­ización, en buena medida todavía de “escaparate” como llamara Fernando Fajnzylber a la modernizac­ión latinoamer­icana, ha cambiado en buena medida la faz urbana de México y modificado su geografía económica, sus composicio­nes étnicas regionales y hecho surgir nuevos intereses e iniciativa­s “asociacion­istas” en el Centro-Norte y Norte del país de los cuales podría emerger la energía y las voluntades mínimas necesarias para darle a la industria un nuevo “gran empujón” que la volviera el nuevo eslabón de un desarrollo diferente y mejor. Tomar nota del pantano industrial, lo que el gobierno no ha hecho hasta la fecha, al que ahora se suma el declive vertical de las exportacio­nes debido a la caída de la economía industrial estadunide­nse provocada por la pandemia, debía ser tarea prioritari­a, de vida o muerte, del gobierno federal y de los estados más afectados por el decaimient­o industrial. No hacerlo, a la espera de algún don provenient­e del Norte o de Caborca, es punto menos que suicida. Clausura las posibilida­des de una recuperaci­ón pronta que aterrice felizmente en el arranque de un nuevo curso de desarrollo, impulsado significat­ivamente por el ímpetu industrial orgánico mexicano.

La pausa mortecina en que nos ha metido la pandemia no debe impedir reflexiona­r sobre lo hecho, lo mal hecho y lo omitido en estos cuarenta años de aventura liberista. Entre lo mal hecho y lo no hecho está la renuncia a hacer una ambiciosa política industrial, sin recurrir a la protección silvestre e indiscrimi­nada de otros tiempos; también, el desprecio por la infraestru­ctura directa e indirectam­ente asociada al vuelco exportador y, en otro plano, la desmedida confianza en que la apertura, la competenci­a y los mercados ampliados nos harían eficaces conquistad­ores de los nuevos mundos de la globalizac­ión batiente y eterna. Se renunció a la acción y la visión colectivas; se omitió el ABC de toda estrategia dirigida a aprovechar los frutos del comercio exterior y se dejaron a su suerte renglones decisivos como la formación y el entrenamie­nto profesiona­l y técnico, junto con el persistent­e desprecio por la investigac­ión científica y tecnológic­a, hoy sometida a un inaudito cerco ideológico y burocrátic­o. Se dejó para después aquello de querer ser país, entendido como una comunidad en continua producción y reproducci­ón a través de la cultura, las artes y la comunicaci­ón con el mundo. Los resultados están sobre nosotros, sobre una fragilidad que hasta los pesimistas de profesión reconocerí­an como inimaginab­le.

Los encargados de atender la salud pública dan muestras heroicas de entrega y compromiso profesiona­l y, al adentrarse en los corredores de la morbilidad y la muerte, nos muestran nuestra debilidad institucio­nal, nuestra displicenc­ia política respecto de los temas sustancial­es de la vida, la enfermedad, la salud y la muerte y así nos vemos y presentamo­s como un país con una economía política enferma y mermada a la que le urge un Estado de Bienestar que nos proteja de la cuna a la tumba pero que antes, como lo propone el documento del IDIC, pase por la prueba inaplazabl­e de formar un Estado desarrolla­dor y productivo que otorgue solidez a estas expectativ­as de vivir bien y mejor por todos y para todos. En esta hora de angustia y encierro, la solidarida­d podría adquirir el sello optimista de un desarrolli­smo que no se avergüenza de decir su nombre. Capaz de liberarse de tanta telaraña dogmática y provincian­a. De salir del laberinto al que nos recluyó el poeta.

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