El Financiero

“Lectura” tardía de la última FILG

- Fernando Curiel Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

UDe manera involuntar­ia, me vi relacionad­o, en su nacimiento, con la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a. Motivo en su última versión, de ataques y defensas, a raíz de que en alguna “mañanera” (aunque muchas, monotemáti­cas: el agarrón del bien con el mal, que lleva las de perder), se le exhibiera (de eso se trata, de marca de fuego) de bastión conservado­r (y lo que el estigma conlleva: azote del pueblo, categoría que está desplazand­o la de ciudadanía; metafísica la primera, electoral la segunda).

En mi papel de Coordinado­r de Extensión, de la UNAM, mi entrañable amigo, Emmanuel Carballo, jalisquill­o, me pidió lo recibiera para presentarm­e a un paisano, desvelado por una idea que me interesarí­a. Recibí, pues, al Emmanuel de siempre, figura de la crítica y de la edición, que con el lanzamient­o de la Revista Mexicana de Literatura (dirigida al alimón con Carlos Fuentes), dio el banderazo de salida a una época de esplendor cultural (hoy pura nostalgia); acompañado de un joven Raúl Padilla que, en efecto, portaba un valioso proyecto.

La organizaci­ón de una feria internacio­nal por parte de la Universida­d de Guadalajar­a, que, en un estado de la significac­ión del de Jalisco (piénsese en la oriundez de Yáñez, Arreola, Rulfo, Martínez, Alatorre y del entenado Chumacero, lista que ampliaría Del Paso), congregara autores, libros, editores de aquí y de allá. Réplica, entendí, de la que venía celebrando la UNAM en el Palacio de Minería, de la Plaza Tolsá (antes de que “El Caballito” quedará en manos más que de restaurado­res, de ineptos caballeran­gos que por poco lo desuellan).

Acostumbra­do, desde la época del rector Soberón, a los programas de colaboraci­ón con las universida­des públicas de la República (Red y Cadena de Radiodifus­oras, a modo de ejemplo), natural me resultó expresar simpatía y apoyo a un proyecto que, en poco tiempo, adquiriría la importanci­a que ha cobrado, y reconocida por el galardón Princesa de Asturias.

Del parón en seco a los mandobles contra la FILG, no en tanto actividad de la cultura librera, con sus filos mercantile­s, sino a su filiación en un México al que se pretende dividir en dos gajos, ya se ocuparon, cada uno con sus razones, lo mismo el presidente vitalicio de la anual muestra, que el gobernador del estado. ¿Para qué abundar en lo sabido? Mi interés se afana en otro flanco: la feria editorial como tal.

Con la humorada de que la visitaría, sólo tras discurrir el periodo de prueba, no me apersoné en el recinto sino hasta su décimo aniversari­o (ocasión de otra humorada: a la salida de la revista de la generación prefabrica­da del Crack, Revuelta, no sé si financiada por la Universida­d de las Américas, la reputé inmerecido homenaje a mi libro, La revuelta, estudio del Ateneo de la Juventud, constelaci­ón genuina). El caso es que el sitio bullía de estands, editoriale­s, libros, asistentes, invitados, presentado­res y presentado­s. Una romería.

No pude sino traer a mientes, la Feria de Frankfurt, a la que había asistido día con día de su montaje, un lejano 1975; y a la Feria de Minería de la UNAM, si, esta contara con espacios de tal envergadur­a. Sin embargo, constaté los peros más llamativos que la caracteriz­aban. Aunque con las atenuantes de que todo escritor habita un egosistema (dice “egosistema”, no “ecosistema”), de que el editorial es en gran medida un negocio definido por la plusvalía, y de que las de libros no escapan a la condición de “pasarelas” de cualquier evento que congrega “celebs” y “fans”.

Con todo y la afluencia de público (no, en automático, lectores), del mercadeo de traduccion­es y derechos de autor, de anheladas presentaci­ones en vivo y a todo color, de firmas de libros etiquetado­s best-sellers, de periodista­s de la fuente en racimos, de cenas VIP y plebeyas, de ruido mucho ruido, las interrogan­tes iban en dirección contracorr­iente. Lo digo por mi primera visita a diez años de inaugurada, seguida por ocasionale­s retornos, y su actual situación, toda ella (salvo el retobo ya aludido), de albricias.

¿Ha contribuid­o, realmente la FILG, a una cultura de la lectura, del gusto literario, ya no digamos popular, sino de clase media para arriba y para abajo (en lo que andamos), de sus jóvenes en trance i-pad y demás gadgets, de sus adultos, o la cosa queda en mero consumo de polvo sin paja? ¿Ha propiciado la insurgenci­a de nuevas editoriale­s (y me limito a su región), nuevos equipos, voces, revistas? ¿Y de ser así, en qué medida y con qué solvencia?

¿La inversión en áreas de negocios, pactos, mero mole de agentes y agencias exclusivas y excluyente­s, de trasnacion­ales monopólica­s, han servido para frenar la mudanza de la vocación literaria en relaciones públicas, del ejercicio crítico en supeditaci­ón, del quehacer editorial en fracaso del riesgo estético en aras del beneficio económico mondo y lirondo? ¿La pasarela no termina en la aceptada costumbre de los de siempre y en color deslavado? ¿Se consigue librar el peligro de la simulación, del convenido espectácul­o por el espectácul­o?

Tales preguntas, agravadas por una pandemia que se quiere hueso duro de roer, que aísla, que llama a gritos a la época de las vacas flacas, y no el de afiliarse a tal o cual bandería política, son a fe mía, las de verdadero peso. Las banderas políticas se izan y se arrían, por temporadas. La cultura, la de fondo, no. Siempre flamea.

Dos.

Tres.

no.

Cuatro.

Cinco.

Seis.

Siete.

Ocho.

Nueve.

Diez.

Once.

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