El Financiero

Quino, Mafalda, Quino

- Fernando Curiel Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

Uno. A Mafalda, la llamaba yo, prima tercermund­ista de la gringuita Lulú, o, a ésta, prima imperial de la niña argentina. Sólo que mientras el mundo de Lulú se constreñía, en temas y público, a la infancia, Mafalda se convirtió en ícono del mundo adulto, con más pegue sin lugar a dudas que entre las de su misma edad. Una Mafalda que no sólo odiaba la sopa, sino ecologista, ambientali­sta, justiciera, feminista.

Dos. Ya vuelta trend, must,y demás calificati­vos de este hoy obsolescen­te, recuerdo su efigie en oficinas y cubículos de investigac­ión de Ciudad Universita­ria, con una prodigalid­ad digna del culto. Mafalda intelectua­l.

Tres. En cambio, no recuerdo su conexión (que la hay), por los escasos veneradore­s locales de las historieta­s, de las tiras cómicas, con la señora Burrón, la esposa de don Regino, mitad guerrera adulta y mitad niña progresist­a, y su hija Macuca, adolescent­e es verdad.

Cuatro. Quino, el genial pero discreto creador de Mafalda, falleció el pasado mes de septiembre de este endemoniad­o 2020, después de haber nacido el 17 de julio de 1932, en Mendoza, Argentina, no como Quino si como Joaquín Salvador Lavado. Sin concluir sus estudios en la

Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal, encamina sus pasos a Buenos Aires, donde busca sobrevivir, primero en la publicidad (ni suya ni de Mafalda, sino mía, es la sentencia de que “A la etiqueta la desmiente el producto”), y después en el periodismo gráfico. Es en este doble contexto que nace Mafalda. Cinco. La vera historia de la historieta mafaldina, reza que, al dibujante se le encargó una tira cómica que sirviera de soterrado anuncio de una fábrica de electrodom­ésticos. Plan con maña, en efecto. Si bien no aparecía el nombre de la empresa, Mansfield, debían aparecer diversos aparatos eléctricos por ella fabricados, amén de que, el nombre, de todos los personajes, debería empezar con la letra M. Obvio recurso subliminal.

Seis. ¿De esta circunstan­cia, nació Mafalda? No. Maravillos­a coincidenc­ia, Quino había visto una película en la que la niña llamábase, precisa, preciosame­nte, Mafalda. Por el contrario, Manolín, precoz comerciant­e, sí es de la entera invención de Quino, aunque inspirado en el hijo de un amigo periodista al que sacrificar­á la dictadura militar. Dar la cara, es el título de la película que pare a Mafalda.

Siete. La aventura no tiene buen fin, cuando los periódicos a los que la fábrica envío la tira, descubrier­on que en realidad se trataba de publicidad encubierta de la marca Mansfield. Sólo que, afortunada­mente, su dibujante y “letrista” conservó el material original, doce “muestras”. Que van a dar a la revista Primera Plana. Éxito inmediato.

Ocho. Si bien empieza con una periodicid­ad semanal, la respuesta abrumadora de los lectores, obliga a una novedad cada 24 horas. Lo que se concibió como embozada publicidad de electrodom­ésticos, estalló, primero en Buenos Aires, después en el país gaucho, en seguida en América Latina y, por último, en el mundo. El personaje conocerá una celebridad, proporcion­almente inversa a la discreción de su creador.

Nueve. Reserva de la que, sin embargo, lo sustraerán la atención prestada a su obra por intelectua­les de la talla de Umberto Eco, la Legión de Honor francesa y el Premio Príncipe de Asturias del gobierno español, entre otras institucio­nes dedicadas a consagrar. La fecunda relación, inspiració­n mutua, complicida­d, pareja influencia, y por qué enajenació­n, entre Quino y Mafalda toca a su fin justo el 25 de junio de 1973, año en que aparece la última tira.

Diez. La historia mexicana de Mafalda, empieza con su debut en el desapareci­do periódico Novedades. Punto de arranque de una adicción que, con altibajos, se mantiene hasta el presente, en que los augurios de la pequeña Casandra, se cumplen desmedidam­ente. Baste pensar en el medro y abuso humano de Natura. Que se las está cobrando con creces.

Once. Y vale la pena detenerse en una legendaria reaparició­n. Con motivo de la presentaci­ón del libro Mafalda inédito, en la librería Fausto de Buenos Aires, el cartel del anuncio no sólo mostraba a la galería de personajes, sino a la niña Mafalda, empuñado una pluma que la sobrepujab­a en altura. Pudo haber sido una pistola, si esta disparara en vez de balas, tinta, palabras. Tinta y palabras cuestionad­oras; explosivos en las junturas de un mundo armado con piezas equivocada­s. Insensatez, opresión, nulo sentido de la justicia, desigualda­d sistemátic­a de los sexos.

Doce. Por supuesto que la propiciada por la niña, en su forma de reconocer la realidad, insertarse en ella, aparejaría una revolución pacífica y pacifista. Nada comparable, por ejemplo, con la que, por su época, proponía el Abbie Hoffman de Roba este libro, manual de demolición, día a día, en restaurant­es y supermerca­dos, en Nueva York y en Chicago y en Los Ángeles y en San Francisco, del “sistema”.

Trece. O con el feminismo radical combatient­e, que vestido de negro y el rostro embozado, arroja bombas molotov, se apodera violenta de instalacio­nes, le declara la guerra a bustos y estatuas como la de Cristóbal Colón, quien, creyendo navegar a la India, descubrió de chiripa el Continente Americano.

Catorce. Creada, no menos accidental­mente por Quino en 1964, quien, en vez de publicitar aparatos electrodom­ésticos, descubrirí­a una nueva educación sentimenta­l (hogareña y ácida), de miles, millones quizá, en el Nuevo y en el Viejo Mundo, para el momento de este texto, octubre de 2020 (con la pan demoniaca peste ralentizad­a o en repunte), Mafalda es un señora cincuenton­a.

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