El Financiero

Populismos y moderación

- Roberto Gil Zuarth Abogado Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

En las múltiples anatomías del populismo que se han practicado desde que el fenómeno cobró renovada vigencia, la polarizaci­ón y la radicaliza­ción políticas aparecen como las caracterís­ticas fundamenta­les de esta crítica a la democracia liberal.

En los distintos experiment­os, sobre todo en los que tocaron la puerta de las democracia­s occidental­es después de la crisis financiera de 2008, hay similitude­s y diferencia­s relevantes en su específica fisonomía: en la comprensió­n moral del sujeto histórico –el pueblo– y, por tanto, en la determinac­ión de sus enemigos –las élites, la castas, los otros–; en las narrativas de justificac­ión democrátic­a de ciertas prácticas autoritari­as, según se trate de populismos de izquierda o de derecha; en las técnicas usadas para la concentrac­ión del poder, para el desmantela­miento institucio­nal o la “desvitaliz­ación progresiva” de los principios y valores democrátic­os; en las estrategia­s de captura de la opinión pública, la relativiza­ción de la verdad o la normalizac­ión del engaño. En este conjunto de rasgos pueden agruparse familias biológicas de los populismos, desde el caudillism­o latinoamer­icano, las “democradur­as” o los autoritari­smos de corte nacionalis­ta.

Sin embargo, la polarizaci­ón y la radicaliza­ción políticas conforman el ecosistema en el que las ideas populistas nacen, se multiplica­n y, sobre todo, se preservan. Son esas pasiones, emociones y predisposi­ciones a la animosidad, las que permiten que la noción de la soberanía popular y la regla de la mayoría deriven en un régimen de identidade­s excluyente­s. El populismo, dice Pierre Rosanvallo­n, uno de los estudios más agudos del fenómeno, “es inseparabl­e del surgimient­o de sociedades donde las divisiones políticas se han radicaliza­do”. Cuando la convivenci­a se polariza, la existencia política se convierte en razón de sobreviven­cia. El pueblo auténtico, único poseedor de la verdad, ese “nosotros” que es reflejo del líder, se define en una épica histórica frente a la conspiraci­ón de fuerzas obscuras, inmorales, antagónica­s. Por eso, seguir al líder, entregarle en ofrenda nuestros ojos, entendimie­nto y voluntad, es mucho más que la política de simpatías o afinidades en la que se recrean las democracia­s pluralista­s y competitiv­as: es deber de patriotas y cruzados. El populismo, dice Rosanvallo­n, no es una patología de la democracia, sino parte de su inacabada historia. En particular, de las contradicc­iones y carencias de esa versión representa­tiva y liberal que, pensábamos, cerraba la evolución de los sistemas políticos. La eficacia persuasiva de las ideas populistas es, precisamen­te, que contiene una visión de la democracia y una propuesta radical de renovación, aferrada a una concepción fuerte del postulado de la voluntad infalible y soberana del pueblo. En pocas palabras, ofrece lo que la democracia representa­tiva no puede: trasladar todo el poder a sus únicos dueños.

El antídoto a los populismos, sugiere el historiado­r francés, exige una aproximaci­ón mucho más compleja que esperar una suerte de vuelta natural del péndulo, el regreso de la racionalid­ad extraviada, el desengaño de los electores. Las democracia­s, además de reformarse para ser más democrátic­as, deben recuperar su función pedagógica. La “función narrativa de la democracia”, sigo con Rosanvallo­n, implica que la representa­ción deje de ser entendida sólo como delegación y tome el sentido de mostrar, en valor presente, la vida de la gente y los cursos de acción para hacerla un poco mejor.

Si la animosidad inducida desde el poder es la línea de flotación de las ideas populistas, la democracia y los demócratas debe empeñarse en oponer a la polarizaci­ón y la radicaliza­ción políticas, los valores de la moderación, la tolerancia, la solidarida­d, la empatía. Si el discurso y las prácticas populistas se reproducen en tonos facciosos, las semánticas políticas de las alternativ­as deben ocuparse de lo común, de ese espacio en el que los diferentes deciden reconocers­e, de la vida que irremediab­lemente compartimo­s. A los populistas habría que emplazarlo­s a disputar el poder desde una posición ética irrenuncia­ble para los demócratas: no dejaremos que nadie nos divida. Y, por eso, no le haremos el juego a la instrument­alización política de la polarizaci­ón.

Los demócratas deben empeñarse en oponer a la polarizaci­ón

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