Populismos y moderación
En las múltiples anatomías del populismo que se han practicado desde que el fenómeno cobró renovada vigencia, la polarización y la radicalización políticas aparecen como las características fundamentales de esta crítica a la democracia liberal.
En los distintos experimentos, sobre todo en los que tocaron la puerta de las democracias occidentales después de la crisis financiera de 2008, hay similitudes y diferencias relevantes en su específica fisonomía: en la comprensión moral del sujeto histórico –el pueblo– y, por tanto, en la determinación de sus enemigos –las élites, la castas, los otros–; en las narrativas de justificación democrática de ciertas prácticas autoritarias, según se trate de populismos de izquierda o de derecha; en las técnicas usadas para la concentración del poder, para el desmantelamiento institucional o la “desvitalización progresiva” de los principios y valores democráticos; en las estrategias de captura de la opinión pública, la relativización de la verdad o la normalización del engaño. En este conjunto de rasgos pueden agruparse familias biológicas de los populismos, desde el caudillismo latinoamericano, las “democraduras” o los autoritarismos de corte nacionalista.
Sin embargo, la polarización y la radicalización políticas conforman el ecosistema en el que las ideas populistas nacen, se multiplican y, sobre todo, se preservan. Son esas pasiones, emociones y predisposiciones a la animosidad, las que permiten que la noción de la soberanía popular y la regla de la mayoría deriven en un régimen de identidades excluyentes. El populismo, dice Pierre Rosanvallon, uno de los estudios más agudos del fenómeno, “es inseparable del surgimiento de sociedades donde las divisiones políticas se han radicalizado”. Cuando la convivencia se polariza, la existencia política se convierte en razón de sobrevivencia. El pueblo auténtico, único poseedor de la verdad, ese “nosotros” que es reflejo del líder, se define en una épica histórica frente a la conspiración de fuerzas obscuras, inmorales, antagónicas. Por eso, seguir al líder, entregarle en ofrenda nuestros ojos, entendimiento y voluntad, es mucho más que la política de simpatías o afinidades en la que se recrean las democracias pluralistas y competitivas: es deber de patriotas y cruzados. El populismo, dice Rosanvallon, no es una patología de la democracia, sino parte de su inacabada historia. En particular, de las contradicciones y carencias de esa versión representativa y liberal que, pensábamos, cerraba la evolución de los sistemas políticos. La eficacia persuasiva de las ideas populistas es, precisamente, que contiene una visión de la democracia y una propuesta radical de renovación, aferrada a una concepción fuerte del postulado de la voluntad infalible y soberana del pueblo. En pocas palabras, ofrece lo que la democracia representativa no puede: trasladar todo el poder a sus únicos dueños.
El antídoto a los populismos, sugiere el historiador francés, exige una aproximación mucho más compleja que esperar una suerte de vuelta natural del péndulo, el regreso de la racionalidad extraviada, el desengaño de los electores. Las democracias, además de reformarse para ser más democráticas, deben recuperar su función pedagógica. La “función narrativa de la democracia”, sigo con Rosanvallon, implica que la representación deje de ser entendida sólo como delegación y tome el sentido de mostrar, en valor presente, la vida de la gente y los cursos de acción para hacerla un poco mejor.
Si la animosidad inducida desde el poder es la línea de flotación de las ideas populistas, la democracia y los demócratas debe empeñarse en oponer a la polarización y la radicalización políticas, los valores de la moderación, la tolerancia, la solidaridad, la empatía. Si el discurso y las prácticas populistas se reproducen en tonos facciosos, las semánticas políticas de las alternativas deben ocuparse de lo común, de ese espacio en el que los diferentes deciden reconocerse, de la vida que irremediablemente compartimos. A los populistas habría que emplazarlos a disputar el poder desde una posición ética irrenunciable para los demócratas: no dejaremos que nadie nos divida. Y, por eso, no le haremos el juego a la instrumentalización política de la polarización.
Los demócratas deben empeñarse en oponer a la polarización