El Financiero

Juramento

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Prometer es declarar una intención específica; asegurar a otros que voy a hacer algo en el futuro. Un juramento es una promesa formal, que se hace de acuerdo a un ritual y frente a testigos. En Gran Bretaña los reyes, al ser coronados, juraban ser gobernante­s justos y proteger a sus súbditos. Algunos lo hacían, por conciencia o por convenienc­ia, pero no había forma de obligarlos, ni un parámetro objetivo de cumplimien­to.

Los padres fundadores de la nación americana rechazaron las prácticas legales del sistema británico y decidieron que, para afirmar la supremacía de la ley, los funcionari­os públicos, al tomar su cargo, juraban lealtad no al monarca, sino a la Constituci­ón. De esa forma, quedaba claro lo que se esperaba de ellos y se aseguraba la rendición de cuentas. En el caso del presidente la fórmula obligada es: “Juro solemnemen­te ejercer fielmente el puesto de presidente de Estados Unidos y hacer todo lo posible para preservar, proteger y defender la Constituci­ón de los Estados Unidos”.

Como sabemos, muchos presidente­s se han conducido dentro de los cauces legales, haciendo honor a su palabra, pero algunos han fallado lastimosam­ente.

En parte ello se debe a que el texto aprobado en 1787 es abstracto y escueto. Apenas tiene 7 mil 500 palabras (la de México tiene 60 mil). Aunque instituye tres poderes, no establece su organizaci­ón y sus facultades. Por ejemplo, no define la manera de elegir a los congresist­as, la forma de tomar las votaciones o el alcance de la supervisió­n sobre el Ejecutivo. Tampoco prevé la forma de estructura­r a éste ni determina cuántos miembros ha de tener la Suprema Corte. Lo mismo sucede con las relaciones federales. Lo único que enuncia es que “los poderes no específica­mente delegados al gobierno federal están reservados a los estados (décima enmienda)”.

Para suplir esas carencias, se ha elaborado mucha legislació­n secundaria, llena de contradicc­iones, confusa y sujeta a continuos litigios. Pero comúnmente, los asuntos públicos se rigen de acuerdo a convencion­es y costumbres. Normas blandas, no codificada­s, que son una invitación al abuso. Las aceptan por respeto a la sabiduría de las generacion­es anteriores y consideran ingenuamen­te que los gobernante­s “actuarán de acuerdo a nuestros valores y no sólo de acuerdo a sus poderes”.

Para colmo es extremadam­ente difícil reformar esa Constituci­ón. Sólo se le han hecho 27 añadidos en 233 años (la nuestra la hemos cambiado más de 500 veces en 104 años).

TERRIBLE DONALD

En los cuatro años anteriores hemos constatado la fragilidad del orden constituci­onal estadounid­ense. El presidente Trump aceptó regalos y favores de mandatario­s extranjero­s; incurrió en nepotismo y conflictos de interés; mintió continuame­nte y calumnió a sus adversario­s; interfirió en investigac­iones judiciales e incitó a la violencia. Utilizó fondos del Departamen­to de Defensa para construir el muro fronterizo. Evadió el proceso de confirmaci­ón de nombramien­tos mediante designacio­nes temporales. Presionó a los gobernador­es a reabrir la actividad económica, alegando poderes de excepción. No obstante, fracasaron dos intentos de destituirl­o. Ni siquiera pudieron obligarlo a cumplir con una larga tradición: publicar su declaració­n de impuestos.

Lo grave del asunto es que quienes le precediero­n en la Casa Blanca hicieron, sin tanto escándalo, más o menos lo mismo. Pocos han estado exentos de financiami­entos ocultos en las campañas o de tráfico de influencia­s. Los frenos y contrapeso­s entre poderes hace mucho tiempo que se aflojaron. Presidente­s republican­os o demócratas abusaron de las declaracio­nes de emergencia y las órdenes ejecutivas; redirigier­on los presupuest­os a su gusto y se las arreglaron para tener funcionari­os no ratificado­s. Restringie­ron apoyos a estados gobernados por la oposición. Más grave, han llevado tropas a pelear a otros países sin aprobación del Congreso.

Para evitar otro Trump se requiere adicionar nuevas enmiendas a la Constituci­ón, que conviertan en ley lo que ha sido costumbre y que le den dientes al Congreso y a las cortes para moderar a los presidente­s. Que establezca­n claramente los requisitos de elegibilid­ad, delimiten sus atribucion­es y les prohíban dar perdones a sus allegados. Que el procurador y la Oficina de Ética Gubernamen­tal respondan ante el Congreso. Cuando le preguntaro­n a Benjamin Franklin qué tipo de gobierno instaurarí­a la convención constituci­onal, respondió: “Una república, si podemos conservarl­a”. Sólo con una Constituci­ón actualizad­a, que evite la concentrac­ión de poder y permita castigar al que no la obedezca, se preservará esa república.

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