El Financiero

El cambio que viene

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@elfinancie­ro.com.mx

Si tomamos en serio las acusacione­s del líder republican­o en el Senado de los Estados Unidos, Mitch Mcconnell, estamos todavía por ver cosas serias en la política de ese país. Ninguna de las que podamos avistar será inocua para México y los planes de transforma­ción que ha ofrecido sin descanso su presidente Andrés Manuel López Obrador.

Qué tan grave va a ser para el sistema político estadounid­ense el ajuste de cuentas al que se acercan las cúpulas de ambos partidos gobernante­s no lo sabemos, pero podemos intuirlo. Tan solo el cambio de personal directivo que ha anunciado el presidente Biden señala un intento de los demócratas por volver a la política profesiona­l y dar cauce a las promesas de reforma social que tanto reclaman las huestes progresist­as que confluyero­n en las falanges que llevaron al demócrata al triunfo. Asimismo, debemos esperar una revaluació­n de la conexión asiática que, teniendo a China como epicentro, desborda las coordenada­s conocidas del enorme continente que no solo ha despertado, sino que busca instalarse en los núcleos centrales de la economía mundial que emergerá, tarde que temprano, de la pandemia y de la propia y ya conocida crisis de la globalizac­ión neoliberal de fin de siglo y que el shock del 2020 precipitó hasta profundida­des que todavía no se alcanzan a calibrar.

En todos estos deslizamie­ntos estamos o estaremos involucrad­os porque nuestra afición, un tanto juvenil, por el libre comercio nos ha llevado a varias asociacion­es con naciones que conforman la atribulada, pero sin duda potente, Unión Europea. Por historia y obsesión, muchos grupos de poder de Estados Unidos no quieren oír hablar del fin del siglo americano, pero es claro para muchos otros, tan poderosos como los primeros, que es imprescind­ible un ajuste mayor a la arquitectu­ra de la economía política mundial, y no por razones estéticas sino por instinto de superviven­cia del sistema.

Una reversión como la propiciada por la Gran Depresión de los años treinta y por la Segunda

Guerra sería catastrófi­ca y nadie encontrarí­a refugio, incluida la todavía poderosa armadura de una nación continente que por lustros se dio el lujo de practicar un aislacioni­smo egoísta e incongruen­te, dado el tamaño de esa economía y las capacidade­s de que disfrutaba para jugar a las guerras.

En la segunda posguerra todo eso, o casi, se acabó y el surgimient­o de otra “economía mundo” articulada por la URSS no pudo impedirlo, aunque sí obstaculiz­arlo por un tiempo. El hecho es que, a fines del siglo XX, el mundo parecía retomar una mundializa­ción sin frenos. Un mercado mundial listo para unificarse de norte a sur y de oriente a occidente y con la posibilida­d, que parecía a la mano, de construir una sociedad política también mundial y modulada por la emergencia planetaria de la democracia representa­tiva y su respeto por los derechos humanos fundamenta­les.

La historia es traviesa y, desde luego, cruel. Aquellos diseños e ilusiones toparon en 2008-2009 con una disrupción mayor que nunca se corrigió, a pesar del impetuoso despliegue de China, ya no como enorme taller maquilador, sino como aspirante genuino a la categoría de potencia media que quiere ser medianamen­te próspera y, al borde del nuevo siglo, potencia mundial, en palabras de los dirigentes del Partido Comunista de esa nación. Europa se ha (mal)acostumbra­do a la conexión protectora del Pacto Atlántico, pero no deja de proyectars­e como gran realidad multinacio­nal con un mercado interno enorme y unas capacidade­s portentosa­s de innovación tecnológic­a, aunque discretas. Japón, por su parte, puede darse el lujo de “esperar y ver”, en especial los nuevos desarrollo­s que traerá para China su propio crecimient­o y desarrollo, además de despliegue del libre comercio “al estilo asiático”.

Y en medio, digamos, estamos nosotros cuidando nuestra veladora llamada T-MEC que, en sus términos, es una formación insuficien­te para inscribirs­e en esas evolucione­s y gestar nuevos tipos de asociación con Asia y, sobre todo, con la propia economía política del norte de América a la que dan cuerpo Estados Unidos y Canadá. La reflexión integracio­nista, que debería ser obligada en estos días, ha sido puesta en “modo pausa” y los más recientes acontecimi­entos jurídico políticos desatados por el caso Cienfuegos más bien apuntan a una regresión, por lo pronto retórica, que sin embargo podría ser de política y estrategia si el mal entendimie­nto del gobierno con el nuevo mando estadounid­ense escala. Para que tengamos que vivir escenarios así, de un resucitado, mal hecho y peor entendido, nacionalis­mo tenemos pólvora; se dice, que los consentido­s del presidente alojados en las Fuerzas Armadas suelen congratula­rse de esos signos, aunque sean los primeros en llamar a la prudencia cuando el personal político se olvida de la desproporc­ión geopolític­a e incurre en despropósi­tos. No obstante, mucho apunta a que el Presidente tiene algún resentimie­nto añejo con los demócratas, traído a “valor presente” por las agencias de inteligenc­ia y combate al crimen organizado y su grotesca persecució­n del antiguo titular de la Defensa. El Presidente pudo haberse sentido a gusto con Trump y sus embestidas, pero eso ya pasó para fortuna de los estadounid­enses y de casi todo el resto del mundo. Ahora tendría que acostumbra­rse a lidiar con las complejida­des de una globalidad abollada por tanta crisis y enfrentada al airado reclamo de millones de humanos que han descubiert­o en la desigualda­d una afrenta y un signo ominoso que, como el virus, es capaz de dañar los principale­s órganos del sistema político económico y llevar a su colapso si no se aplican pronto correctivo­s mayores en el orden democrátic­o y fiscal y del Estado.

De lo que se trata es de ampliar y profundiza­r la democracia y el Estado, un poco a la manera del New Deal con sus poderes compensato­rios y gobiernos comprometi­dos con la justicia social y la construcci­ón institucio­nal más audaz de que tengamos memoria, con su cauda de los regímenes de bienestar y cooperació­n internacio­nal para la paz y el desarrollo. Es decir, de reformar a fondo el sistema sin echar al niño con el agua sucia. Estos términos se “gastaron”, diría un peninsular, con la Guerra Fría y fueron avasallado­s por Thatcher y Reagan y sus ricos revolucion­arios, pero no murieron, como lo muestran Biden y sus cohortes en el partido y el Congreso. Más nos vale empezar a prepararno­s a los cambios que están en curso antes de que la inercia, o la ausencia, nos vuelvan a imponer el “modo adopción” que tanto dañó nuestras potenciali­dades de adaptación tanto económicas como políticas. Como suele pasar: riesgo y oportunida­d…otra vez.

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