Endeudados
autoridad para asignar fondos públicos.
Los que se esforzaron y ahorraron, los que con grandes sacrificios han terminado de solventar sus créditos, no ven equitativo que otros gocen de un beneficio que ellos no tuvieron.
En la cultura americana, la educación universitaria se concibe como una inversión. En ese sentido, se piensa que si alguien escogió estudiar (por ejemplo) un doctorado en historia del arte, sabiendo que sólo encontraría un empleo modesto en la academia, no debió tomar el riesgo. Consideran que no se vale rescatar de su insensatez a los que perdieron su tiempo y su dinero en educarse “inútilmente” en áreas de baja empleabilidad.
Sólo un tercio de los adultos mayores de 25 años ha concluido una licenciatura. Los graduados universitarios están en el quintil más alto de ingresos. Liquidar sus compromisos con dinero público es una redistribución regresiva del ingreso. No parece justo utilizar para ello las contribuciones de los trabajadores de cuello azul. De por sí, aquéllos son favorecidos con los grandes subsidios que se entregan a las instituciones de educación superior.
En todo caso, el mismo derecho tendrían los que están ahorcados con sus hipotecas o sus tarjetas de crédito.
Una medida así elevaría el costo del dinero. Habría también un riesgo moral: incentivaría a los prestatarios a renegar de sus obligaciones si piensan que otros acabarán asumiéndolas. El presidente Biden decretó cuatro prórrogas en el pago de las deudas universitarias durante la pandemia, beneficiando incluso a los que tenían empleo y solvencia. La última se vence el primero de septiembre, en plena campaña electoral. A ver qué hace.