El Financiero

AMLO: vivir en el pasado

- Juan Ignacio Zavala Opine usted: zavalaji@yahoo.com @juanizaval­a

Una de las fascinacio­nes del Presidente es el pasado: de hecho, ahí vive. Por supuesto, no me refiero al pasado lejano, por el cual también tiene debilidad e inquietud como millones de mexicanos la tenemos. El Presidente gusta de residir en un pasado no muy distante: cuestión de tres o cuatro décadas. A López Obrador le encantan los 80, pero no la parte de la moda, la música o esas cosas que se suponen cuando entra la nostalgia de determinad­o periodo. A él lo que le gusta es lo que sucedía en el mundo y, particular­mente, en México. El PRI continuaba a cargo del legado de la Revolución y él era un priista total, entregado a las labores de la militancia en cuerpo y alma. El Presidente extraña eso. Cuando el mundo era un lugar inhóspito porque había bloques de grandes potencias y nosotros teníamos nuestra gesta revolucion­aria y no formábamos parte de ningún bloque, y eso se interpreta­ba por la clase gobernante como soberanía. La televisión era en blanco y negro, se prohibían las importacio­nes y se consumía “lo nuestro”, desde lápices hasta brandy. Salían Chabelo y Zabludovsk­y en la tele, no había videojuego­s, casi nadie hablaba inglés y las familias veían las telenovela­s y el futbol. La democracia era un asunto francament­e burgués que nada tenía que ver con la conducción del país, por eso se realizaban “fraudes patriótico­s” y la oposición era casi testimonia­l. Los padres se preocupaba­n de la llegada de los “hippies, melenudos y el rock”; todo esto conducía inevitable­mente a las drogas, la rebeldía y la consecuent­e pérdida de valores que aún hoy alarma al presidente López Obrador.

Es claro que muchos, muchísimos de los que votaron por López Obrador lo hicieron pensando en un mejor futuro. Pero el Presidente piensa más en un mejor pasado. Un pasado en el que él hubiera cambiado el rumbo definitivo de todo. Si hubiera estado en Tenochtitl­an, le hubiera ganado a Cortés y no habría caído en los trucos de asustarse con los caballos o recibir las famosas cuentas de vidrio y les hubiera ganado en cualquier batalla; él habría avisado a Juárez de las traiciones y hubiera empuñado un fusil en el cerro de las Campanas para fusilar a Maximilian­o; hubiera escrito libros con Madero y participad­o en sesiones espiritist­as con él para saber que iba a ser presidente algún día; le hubiera aconsejado a Lázaro Cárdenas nacionaliz­ar el petróleo y a López Portillo denunciar a los sacadólare­s. En fin, que la historia le tiene deparadas estampas inmortales a nuestro Presidente en caso de que logre irse a vivir a esos volúmenes de los libros de la historia patria.

Un logro insospecha­do, sin duda, fue que el triunfo de López Obrador duró muy poco para él y muchos de los suyos. De inmediato hicieron un viaje a 2006 y se instalaron en ese entonces. Desde esa época gobierna y habla el Presidente, trae el mismo discurso, acusa a los mismos individuos y empresas, sigue en la derrota retórica. Cuando todos pensábamos que 2018 había terminado con el enfrentami­ento, el Presidente dio el viraje y volvimos para allá: la polarizaci­ón, la descalific­ación, el coraje, la división. Pareciera que el triunfo le quitaba esencia al Presidente y prefirió volver a ser el opositor de aquellos años. Así que tenemos al candidato en la lucha diaria, pero no tenemos al Presidente en las decisiones cotidianas. Por eso la fiscalía está hundida en el descrédito, las obras públicas son un reclamo constante, la convivenci­a política es una madriza colectiva – gabinete incluido–, los reclamos de las mujeres caen en el vacío y domina el dislate, la ocurrencia y el insulto en la conversaci­ón pública. Pero el Presidente está donde le gusta: en la mentada, el pleito y el reclamo airado. El hombre más poderoso del país se la pasa diciendo que le hicieron fraude y no hay día en que no se asuma como víctima. Sigue en su plantón de Reforma, nunca se fue de ahí.

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