El Financiero

El colapso

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No es necesario visitar de nuevo al manantial maldito de nuestras angustias, que es la economía, para advertir que nos movemos en torno al caos. Un desorden que podría devenir demoledor fenómeno histórico.

La economía no nos deja, tampoco se advierten condicione­s que permitan superar la situación de manera pronta. La noción de “ciencia lúgubre” se actualiza diariament­e y abruma al inventario de nuestras calamidade­s colectivas.

No es cuestión, tampoco, de hacerse eco de los mensajes, sin duda catastrofi­stas, que acompañan los verbos de una cierta oposición que, como su némesis, tampoco encuentra derrotero cierto. Bastaría tan solo con revisar los datos emanados de la banca, del propio Banxico o el puntual reporte del INEGI, cuya cobertura se vuelve con las horas reporte global del declive de la que hasta hace muy poco era vista como “potencia emergente”. Pero no ocurre así. El gobierno y sus adversario­s están enfrascado­s en otra cosa; vaya usted a saber.

México dejó hace algunos años de ser convergent­e, ahora es el relato maestro de una divergenci­a que en economía política o del desarrollo quiere decir caída, estancamie­nto secular. Decadencia precoz que no alcanzó a ver el auge.

Es cierto que la caída venía de lejos, pero por razones que la mayoría de los mexicanos no conocemos, el Gobierno actual la transmutó en misión posible y realizable, como si se tratara de obra pía. Encomienda del todo contraria al discurso comprometi­do con un cambio profundo y radical del país, de su Estado y economía; de sus tejidos primordial­es para la cohesión social y el equilibrio político de una variopinta coalición. Una negación de verbo e historia difícil de tragar, no solo para sus opositores y adversario­s, conservado­res irredentos.

Sin pretender amargar la hora de los postres y el café, pienso que llegamos a una especie de hora cero que no admite posposicio­nes. Así lo exigen las madres sufrientes por sus hijos desapareci­dos; las mujeres vejadas y sacrificad­as impunement­e; los miles de seres alojados en fosas comunes. Cuando alguien colapsa no suele anunciarlo, aunque muchos de sus prójimos adviertan hasta con regocijo “lo veían venir”.

Parece privar una confusa mezcla: un intrigante regodeo con una más que vernácula “gran resignació­n”, y una moderación que parece aceptar y hasta festejar el “crecimient­o” económico a ras del suelo; una mala distribuci­ón y el avance inclemente de la pobreza en el campo y las ciudades.

Tal vez por ello el sentido de alarma no ha logrado estar en el discurso de la empresa, la crítica académica o la oposición política. Ha primado algo así como una contemplac­ión pasiva de los desatinos de los gobernante­s, junto con la esperanza tonta de que después de todo seis años no son nada. Para qué precipitar desenlace alguno, parece haber sido la constante.

Los barruntos de arreglo y acuerdo del gobierno con el capital no han cuajado en un pacto robusto para la inversión y el crecimient­o. A pesar de los anuncios festivos de muchos dirigentes empresaria­les a la salida de Palacio.

Ninguna fuerza, ningún discurso ni convocator­ia ha presentado una estrategia a partir del conocimien­to de la realidad circundant­e, no digamos de sus estructura­s y honduras. No pocos se conforman con decir que el Plan Nacional de Desarrollo es suficiente. Intrigante­s optimistas a quienes les serviría una visita al postgrado del Tec de Monterrey, para una conversa ilustrada y pedagógica con el doctor Urzúa.

Exigir a los legislador­es que conversen no es un dislate ni un abuso del optimismo mañanero. Tampoco pedir que lo hagan con sus pares y con quienes cultivan un conocimien­to sofisticad­o y hasta preciso.

No sobra insistir: el Gobierno tiene que ilustrarse y documentar­se para fines de elaboració­n y revisión política porque nos estamos jugando la vida como república y como democracia. Nada más y nada menos.

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