La rebelión de las Américas
Uno de los efectos colaterales más importantes de lo sucedido el 11 de septiembre de 2001 –y que es algo que no creo que le haya importado mucho a Osama bin Laden– es que, con la caída de las Torres Gemelas, también sucumbieron dos cosas adicionales: el control y el casi derecho de propiedad y de piso que Estados Unidos tenía sobre la América que no habla inglés. La mañana del 12 de septiembre fue testigo de cómo, súbitamente, el gran líder estadounidense fue apagándose. El mundo entero se quedó sorprendido no sólo por la tragedia, sino porque lo sucedido también fue prueba de que esos Estados Unidos, que al parecer eran intocables, habían dejado de serlo. Su vulnerabilidad fue expuesta y, a partir de ese momento, las Américas adquirieron una libertad como antes no habían experimentado. Fue como si de la noche a la mañana se hubieran deslindado del área de influencia estadounidense y les hubieran entregado un pase libre hacia la independencia y libre actuación.
Era la primera vez en la que Dios y el destino le jugaba una mala pasada al imperio del norte. Y no sólo se trató de un ataque físico ni sólo hubieron víctimas en forma de personas, sino que lo sucedido esa mañana de septiembre también expuso el fracaso de sus servicios de inteligencia, sus sistemas de prevención y, en general, todo su esquema defensivo. Ese día nació una nueva era en la historia del mundo. Si el imperio romano tardó siglos en desaparecer por completo, el imperio estadounidense tardó aproximadamente 17 minutos –que fue la diferencia de tiempo entre el impacto del avión con la primera torre y el impacto de la segunda torre– en sucumbir.
A partir del atentado contra las Torres Gemelas –junto con el cambio de las estructuras globales que este hecho trajo consigo–, también surgió una nueva América. Después de ese momento, la América que no habla inglés poco a poco fue desperezándose y dándose cuenta de que por fin habían alcanzado la tan ansiada libertad frente al imperio del norte. Ya éramos libres y mayores. Y hoy, casi 21 años después, estamos viviendo la explosión de libertad y libertarismo surgido a partir de ese momento.
El Presidente de México fue el primero en solicitar –primero de buenas y luego no tan cordialmente– que a la Cumbre de las Américas que se celebrará del próximo 6 al 10 de junio en la ciudad de Los Ángeles, tenía que estar invitado todo mundo. Pero, no se engañe, ya que el presidente López Obrador entiende por todo mundo a Cuba, Venezuela y Nicaragua. No está haciendo ninguna guerra posiblemente porque piensa que va a ser invitado por derecho propio, independientemente de lo que haga o deje de hacer Brasil, un país que, dicho sea de paso, siempre es un subcontinente dentro de ese continente –no lingüístico ni geográfico–, pero que es la América que no habla inglés.
¿Y a partir de aquí, qué pasará? El presidente López Obrador debería preguntar a su pueblo qué es lo que quiere ser. Debería cuestionarle si ven con buenos ojos ser cubanos o venezolanos. ¿Será que la soberanía nacional va a primar la miseria y el hambre local estará por encima del desarrollo importado? En realidad, ¿qué queremos o qué buscamos ser? También es necesario determinar si, en caso de concretarse, la no comparecencia del mandatario mexicano estará acompañada de una serie de denuncias y exigencias hacia el T-MEC.
¿A qué estamos jugando? ¿Cuál es el plan, deseo o modelo que se busca seguir a partir de aquí? Recordando lo dicho por Eduardo Galeano, las venas de América Latina están abiertas y, lo que es peor, siguen manando sangre. Son venas que son capaces de generar sentimiento de rebelión. Sin embargo, ante la inexistente variedad de alternativas, no hay mucho qué hacer para mejorar el panorama. Ese siempre había sido el plan: contar con opciones que buscaran mejorar las condiciones de vida de los pueblos y elegir la mejor de ellas. Al parecer, también en eso hemos fracasado. Y es que en la actualidad no hay más que dos opciones, o solicitamos nuestro ingreso en los países del ALBA –y naturalmente comenzamos a hacer una campaña ideologizada basada en un nacionalismo que niegue las capacidades de desarrollo de otros modelos económicos– o bien nos vamos hacia un modelo de no integración, pero sí cooperación y desarrollo, dentro del espacio del T-MEC.
Para todos resulta crítico este momento. Pero dentro de ese todos seguramente el que más tiene que perder y más está perdiendo es México. Y es que la realidad es que, después de Estados Unidos y casi al mismo nivel que Canadá, México es el segundo país más importante del continente. Pero, sobre todo, nuestro país es el líder de la América que habla español. No hay una relación más tormentosa –y con justa razón– que la existente entre México y Estados Unidos. Empezando por el hecho de que a una de las partes –en esa especie de mezcla de invasión y robo– se le quitó la mitad de territorio, la relación entre ambos países siempre ha sido complicada. Tardamos tanto tiempo en admitirnos, aceptarnos y en dejarnos de ver como enemigos que hizo falta que llegaran dos antiguos hombres de Estado, dos prodigios como lo fueron el general Lázaro Cárdenas y Franklin Delano Roosevelt, para que –con la nacionalización del petróleo– comenzaramos a creer que era posible tener una relación bénefica y de respetuo mutuo. Sin embargo, hoy preferimos llevarnos bien con quien nos maltrata o nos perjudica y optamos por llevarnos mal con quien trata de vernos y tratarnos como iguales. ¿Quién entiende las preferencias de amistades y relaciones de la actual administración? Sólo quien las ejecuta. Pero la realidad es que esas preferencias y decisiones me afectan a mí y a usted. Las consecuencias de todo eso nos afectarán a todos.
Lo dramático no es que el Presidente de México vaya o deje de ir a Los Ángeles. Lo dramático y preocupante es la razón por la cual iría o dejaría de ir. Pero, sobre todo, lo que tiene detrás de sí ese motivo, que además va de la mano de la propuesta de futuro que implica esa posición. No veo por ninguna parte que estemos buscando un modelo para lograr –por poner un ejemplo– que los pobres dejen de ser pobres o que busque el desarrollo en todos los ámbitos del país. Lo que sí veo son políticas que obstaculizan el crecimiento de una sociedad al darles todo lo que necesitan, dejándola sin espacio para la superación propia.
Siempre he creído que las revoluciones se acaban cuando los estómagos se vacían. Los estómagos vacíos son la mejor dinámica para que las revoluciones triunfen. De lo que se trata es de que no sólo unos pocos estómagos se llenen, sino que esa revolución sirva para llenar los estómagos de todos. O, dicho de otra manera, se puede conquistar el poder en nombre de los pobres a cambio de que siempre sigan siendo pobres.
Seguramente, en sus sueños de juventud y adolescencia, quien hoy nos gobierna aspiraba a ser el Presidente que le dijo que no a Estados Unidos y que lo puso frente a sus vergüenzas. Sin embargo, eso no es suficiente para explicar ni justificar los daños colaterales creados al pueblo de México tras la postura adoptada. Y menos cuando la realidad es que la posición tomada no busca desafiar efectiva y congruentemente –con argumentos políticos, sociales y económicos de peso–, sino que lo que quiere es simplemente demostrar que somos diferentes. Y efectivamente somos diferentes, ya que, frente a una oferta de desarrollo y crecimiento, optamos por una oferta de miseria local.