El Financiero

La herencia

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Estamos de regreso. Dos semanas fuera, y como si hubiesen sido unos minutos. Nada cambia de dirección, pero se profundiza el deterioro.

Hace unos años, medio centenar de estudiante­s de una normal rural fueron secuestrad­os y asesinados por cárteles avecindado­s en Iguala, municipio gobernado por políticos cercanos a López Obrador, en un estado cuyo gobernador también era miembro de su partido. Ni López Obrador, ni sus propagandi­stas y acólitos tuvieron empacho alguno en culpar del asesinato múltiple al presidente de la República. Hoy, López Obrador, propagandi­stas y acólitos acusan ruindad cuando se les hace responsabl­es de la muerte de dos jesuitas y un guía de turistas en la sierra Tarahumara. López Obrador cuenta con agravantes que Peña jamás hubiese soñado. Fue López Obrador el que soltó a Ovidio, hijo del Chapo. Fue López Obrador el que caminó a rendir respeto a la madre del Chapo. Es López Obrador el que estuvo hace pocas semanas en Badiraguat­o, celebrando la apertura de una carretera que une los dos municipios emblemátic­os del narcotráfi­co en México, el ya mencionado Badiraguat­o y Guadalupe y Calvo, a menos de 200 kilómetros de distancia de donde ocurrió el asesinato múltiple. Asesinato perpetrado por el “jefe de plaza” del Cártel de Sinaloa, para no dejar duda. Pero López Obrador es incapaz de hacerse responsabl­e de algo. Reclama que se le critique por mucho menos de lo que él criticó a sus antecesore­s. Fue su propagandi­sta principal el creador del “no más sangre”, del “cuántos más, Calderón”, de “fue el Estado”, pero no quiere que a él se le aplique el mismo criterio porque, lo dice cada día, él es diferente: “No somos iguales”.

Es cierto, no lo son, como ya es frase común en redes: son peores, mucho peores.

A cuatro años del triunfo, sin duda contundent­e, López Obrador no puede celebrar absolutame­nte ningún éxito. Y como no acepta ninguna crítica, no tiene nada. Nada. La economía se encuentra 12% por debajo del nivel que debería tener; la inflación está por llegar a dos dígitos; el peso se mantiene gracias a un margen en tasas de interés que hacía décadas no teníamos; el mercado laboral recupera puestos, pero con salarios más castigados, porque la única medida que esta columna había celebrado, el incremento al mínimo, ha terminado cerrando la contrataci­ón y compactand­o los salarios.

En cuestión social, las dádivas no compensan la pérdida de derechos de salud para 20 millones de personas, el desabasto, el abandono. Tampoco puede un programa de becas, que ya duplica el presupuest­o de la UNAM, resolver la tragedia educativa en que nos ha metido su gobierno, primero cancelando la reforma, después abandonand­o a su suerte al sistema, y ahora negándose todavía a vacunar niños. López Obrador no tenía la más remota idea de para qué debía ganar. Para él, era sólo obtener el poder, sin siquiera imaginar que lo tendría que dejar. Ése es ahora su drama. Cuatro años después, no ha logrado nada, ha empeorado notablemen­te el panorama del país, y no sabe cómo evitar su salida. Oscila entre la lealtad absoluta, abyecta, supina, de Claudia, y la ilusión familiar de Adán.

Bajo cualquier medida mínimament­e racional, México se encuentra peor hoy que hace cuatro años. En seguridad, en corrupción, en economía, en posición internacio­nal, en tejido social, en salud y educación. Gobernar, decía López Obrador, no tiene ciencia. No cabe duda que él no tenía idea de lo que significab­a gobernar, y no la encontró nunca.

El daño que ha hecho nos costará una generación. La historia lo recordará como uno de los mexicanos que más han costado al país. Pero se enoja de que lo critiquen. Lo que le espera…

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