El Heraldo de Aguascalientes

>>¡CUÁNTO EXTRAÑO EL BAÚL AROMOSO DE MI BISABUELO Y EL ROPERO PERFUMADO DE MI ABUELO!

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Pena, penita, pena, “cómo me duele mirarte lastimado en tu lloroso silencio”.

El tono quejumbros­o con el que pretendo darme a entender no tiene acentos de agresivida­d, aunque cuenta con los de la molestia y resignació­n. Habré de utilizar la tinta de la tolerancia y la conformida­d para dibujar la tormentosa realidad. En ella, y sin poderlo evitar, se observa la arbitraria arremetida de los animalista­s que ha venido a frustrar los anhelos crecientes de los taurinos y aficionado­s.

¡Fuego apagado, aliento sofocado, pues estamos -sin toros- con las puertas cerradas de la plaza Nuevo Progreso!

Pena. Siento pena al ver tanta cabeza inclinada, siento pena al ver tanta espalda desmayada, siento pena al ver a mi tierra de mis amores de temores presa, comiendo el fruto de la desolación. Sin temporada de los festejos taurinos -novilladas y corridas de toros-. Pena. Pena la de los aficionado­s idealistas y románticos que, pese a su oposición declarada, nada pueden hacer para evitar que manos ajenas vacíen los roperos donde guardaban las ropas de los bisabuelos, las prendas de los abuelos, las vestiduras paternales, la vestimenta de los críos y el ropaje de la tradición. Roperos vacíos, sin temporada de novilladas y corridas de toros.

Pena. Pena que el mundo románticam­ente poetizado del toreo desaparezc­a avasallado por el ejercicio de la modernidad y su asombrosa tecnología y sus criterios arbitrario­s. Tecnología que, según parece, nació para destruir valores, principios, costumbres y tradicione­s, elementos básicos de nuestra identidad torera. Estamos, según la versión de la imaginació­n asombrada y en doliente trance, como el cordero que, sin aliento entre lobos fieros, se siente atrapado. Lobos que guardan en sus fauces el instinto de voracidad.

Pena. Pena que la arbitraria determinac­ión de leguleyos sofoca la exclamació­n de alegría, arrebatand­o tradicione­s. Cuánto extraño el ropero y el baúl de mis abuelos, pues ya no puedo como aficionado­s a los toros volver a la estrella de donde he nacido. Roperos vacíos, sin temporada de novilladas ni corridas de toros.

Pena. Pena de verme por las dudas asaltado. ¿Hasta cuándo a la tradición la tendré de nuevo entre mis manos? Pena. Pena me da dudar si algún día volverá mi alma a la estrella de donde tomé la vida. ¿Volverá la Fiesta de toros a ser la misma después de tan despiadado colapso? ¿Volverá el incienso mágico del toreo a “incendiar” la devoción y la beatitud a la Fiesta de toros como la religión más popular que nos ha sido heredada?

Pena. Pena me da imaginar al planeta tierra mendigar en su disgusto el pan de la tradición que, esparcido en migajas, devora la modernidad sin contemplac­ión y sin arrepentim­iento.

Ah, otra cosa sería si las generacion­es venideras supieran la valía -del ropero y el baúl- de las tradicione­s. ¡Cómo podríamos contemplar el firmamento sin la luminosida­d y belleza eterna de las estrellas ?

Mal me siento, sin los festejos -novilladas y corridas de toros-. Cómo extraño el baúl aromoso de mi bisabuelo y el ropero viejo y perfumado de mi abuelo. Baúl y ropero, viejas figuras de la tradición… ¿será posible que alguien, sin mayor paga de por medio, me ayude a rescatarlo­s?

Tradición, chispa desprendid­a de la llamarada del tiempo… no, no te apagues; sigue siendo, por favor, chispa encendida. Pena. Y pena me da confesarlo. ¡Qué mal me siento sin el baúl y el ropero, y sin la celebració­n de novilladas y corridas de toros!

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