RECORDAR ES PARTE DE UNA VIDA PLENA
Convertirse en espectador de uno mismo significa escapar al dolor de la vida.
Oscar Wilde, El arte del ingenio
Para dos amigos que han marcado mi tránsito vital:
para el maestro Amador y el doctor Pérez Romo.
Hace unos meses adquirí un disco duro externo de un terabyte con el propósito de tener un respaldo de la información acumulada a lo largo de varios años de trabajo y, eventualmente, poder transportarla libremente sin tener que llevar forzosamente la computadora portátil por todas partes. Ya había utilizado recurrentemente la memoria USB, la cual, debido al tamaño, constantemente extraviaba en cualquier parte, dejando a la deriva información personal al alcance de mentes extrañas. Lo sorprendente no es la capacidad de almacenamiento, de movilidad o de disponibilidad de estos dispositivos informáticos, sino la posibilidad de reemplazar la capacidad personal y social de almacenar, actualizar, recordar, la información relevante de la propia existencia, esa que nos hace vivir - “ya que recordar es vivir”-, que nos da identidad y que nos permite recrear esas experiencias que siguen teniendo su magia sobre nuestra propia existencia.
Extraño este mundo occidental el que nos ha tocado. Bajo el crujir de la alfombra dorada del otoño caminamos nuestros pensamientos frente a la disgregación de las identidades culturales y nacionales, seguimos atávicamente los rituales temporales de la antigüedad. En este devenir vital que a veces nos abruma con las noticias sobre violencia, injusticia o corrupción, el yo sigue buscando su identidad y una manera de lograrlo es guardando recuerdos en nuestra propia memoria que podamos verterlos y aprovecharlos en las nuevas circunstancias que se nos presentan. En estos momentos en que las luces multicolores nos rememoran las fiestas navideñas y de la proximidad del fin del año se prestan a la reflexión de nuestra deriva existencial y la elaboración de proyectos para el tiempo que adviene.
Siempre han existido los recursos externos para alimentar la memoria: las marcas de Crusoe para no olvidar los días que pasa en la isla desierta, el hilo o el anillo en el dedo para recordar el compromiso, el diario personal que se escribe con una constancia casi religiosa, el acordeón usado por los estudiantes en sus exámenes, la bitácora de viaje del capitán, la lista de la despensa, el álbum de fotos de la familia, del último viaje, de la cara de la muerte, etc. Estos recursos se han ido sofisticando cada vez más, de tal forma que vamos sustituyendo las experiencias vitales por datos electrónicos que pueden caber en una memoria USB, en un disco duro, en la computadora de casa o del trabajo, en el iPod, etc. Así, cargamos con “nuestra memoria” para todos lados y dejamos casi como último recurso, aquello a lo que solamente uno mismo tiene acceso, la memoria personal, las vivencias personales, lo que nos ha forjado como personas, pero que, a pesar de todo, vamos dejando cada vez más en el olvido.
Indudablemente, el uso de esos recursos externos de la memoria es muy valioso. Sin embargo, es necesario ubicarlos en el plano humano, de tal forma que apoyen la reminiscencia sin esclavizar la existencia humana. Hay ocasiones, por ejemplo, en donde estamos más preocupados por capturar la imagen de un atardecer a través de la fotografía que por disfrutar esa vivencia, por grabar en un video el concierto navideño que, por disfrutar de la emoción que evoca su calidad sonora, por tener el último celular con más memoria que por tener un amigo con quien conversar. El verdadero peligro no está en el uso indiscriminado de los artefactos almacenadores de información, está, más bien, en la tendencia a depositar en ellos toda la que consideramos la más importante de nuestra vida, condenando casi al olvido, la totalidad de imágenes, ideas, hechos, que han permitido moldear nuestra persona a lo que somos actualmente. Porque el hombre sabio no es necesariamente el que más información guarda, sino el que, habiendo recopilado una gran experiencia de la vida, desarrolla la capacidad prudencial de hacer presente, en el momento y la situación justa, ese cúmulo de vivencias acumuladas a lo largo su existencia. Éste, podemos decir, es el mejor ejercicio de la memoria humana que podemos poner en juego.
Estamos terminando el año. Las fiestas de navidad y año nuevo son en sí mismas un regalo, un obsequio; el festejo no es fácil, pues la fiesta se hace cuando los convocados están satisfechos y alegres con hacer la fiesta. La fiesta es un obsequio que nos podemos hacer a nosotros mismos: vivir la vida. La memoria y la esperanza se hace patente de maneras insólitas. Pero también se impone el recuerdo, el recuento de lo que hemos sido, no sólo lo que hicimos, a lo largo del año que se va. En muchos sentidos, la esperanza se construye sobre el pasado, pues es difícil ser distintos de lo que hemos sido. Es el sentido de la historia, del ejercicio de la memoria, pues el presente es resultado del pasado y proyección al futuro.
El futuro parece incierto, pues no hay memoria del futuro. Pero se construye a partir del pasado. De ahí la importancia de la memoria histórica, del reconocimiento de los que hemos sido para poder construir el futuro.
Esto sin duda tiene una ventaja: si nuestro devenir es una construcción de la humanidad, entonces el curso es reversible, podemos siempre rectificar el rumbo. Así, pensar en las condiciones de posibilidad para un futuro más alentador será una tarea fundamental para el 2024. Y esto deja un pequeño resquicio para la esperanza. Vamos, entonces, a recordar lo que ahora suceda para vivir más plenamente.