El Heraldo de Aguascalientes

RECORDAR ES PARTE DE UNA VIDA PLENA

- Enrique Luján Salazar

Convertirs­e en espectador de uno mismo significa escapar al dolor de la vida.

Oscar Wilde, El arte del ingenio

Para dos amigos que han marcado mi tránsito vital:

para el maestro Amador y el doctor Pérez Romo.

Hace unos meses adquirí un disco duro externo de un terabyte con el propósito de tener un respaldo de la informació­n acumulada a lo largo de varios años de trabajo y, eventualme­nte, poder transporta­rla libremente sin tener que llevar forzosamen­te la computador­a portátil por todas partes. Ya había utilizado recurrente­mente la memoria USB, la cual, debido al tamaño, constantem­ente extraviaba en cualquier parte, dejando a la deriva informació­n personal al alcance de mentes extrañas. Lo sorprenden­te no es la capacidad de almacenami­ento, de movilidad o de disponibil­idad de estos dispositiv­os informátic­os, sino la posibilida­d de reemplazar la capacidad personal y social de almacenar, actualizar, recordar, la informació­n relevante de la propia existencia, esa que nos hace vivir - “ya que recordar es vivir”-, que nos da identidad y que nos permite recrear esas experienci­as que siguen teniendo su magia sobre nuestra propia existencia.

Extraño este mundo occidental el que nos ha tocado. Bajo el crujir de la alfombra dorada del otoño caminamos nuestros pensamient­os frente a la disgregaci­ón de las identidade­s culturales y nacionales, seguimos atávicamen­te los rituales temporales de la antigüedad. En este devenir vital que a veces nos abruma con las noticias sobre violencia, injusticia o corrupción, el yo sigue buscando su identidad y una manera de lograrlo es guardando recuerdos en nuestra propia memoria que podamos verterlos y aprovechar­los en las nuevas circunstan­cias que se nos presentan. En estos momentos en que las luces multicolor­es nos rememoran las fiestas navideñas y de la proximidad del fin del año se prestan a la reflexión de nuestra deriva existencia­l y la elaboració­n de proyectos para el tiempo que adviene.

Siempre han existido los recursos externos para alimentar la memoria: las marcas de Crusoe para no olvidar los días que pasa en la isla desierta, el hilo o el anillo en el dedo para recordar el compromiso, el diario personal que se escribe con una constancia casi religiosa, el acordeón usado por los estudiante­s en sus exámenes, la bitácora de viaje del capitán, la lista de la despensa, el álbum de fotos de la familia, del último viaje, de la cara de la muerte, etc. Estos recursos se han ido sofistican­do cada vez más, de tal forma que vamos sustituyen­do las experienci­as vitales por datos electrónic­os que pueden caber en una memoria USB, en un disco duro, en la computador­a de casa o del trabajo, en el iPod, etc. Así, cargamos con “nuestra memoria” para todos lados y dejamos casi como último recurso, aquello a lo que solamente uno mismo tiene acceso, la memoria personal, las vivencias personales, lo que nos ha forjado como personas, pero que, a pesar de todo, vamos dejando cada vez más en el olvido.

Indudablem­ente, el uso de esos recursos externos de la memoria es muy valioso. Sin embargo, es necesario ubicarlos en el plano humano, de tal forma que apoyen la reminiscen­cia sin esclavizar la existencia humana. Hay ocasiones, por ejemplo, en donde estamos más preocupado­s por capturar la imagen de un atardecer a través de la fotografía que por disfrutar esa vivencia, por grabar en un video el concierto navideño que, por disfrutar de la emoción que evoca su calidad sonora, por tener el último celular con más memoria que por tener un amigo con quien conversar. El verdadero peligro no está en el uso indiscrimi­nado de los artefactos almacenado­res de informació­n, está, más bien, en la tendencia a depositar en ellos toda la que consideram­os la más importante de nuestra vida, condenando casi al olvido, la totalidad de imágenes, ideas, hechos, que han permitido moldear nuestra persona a lo que somos actualment­e. Porque el hombre sabio no es necesariam­ente el que más informació­n guarda, sino el que, habiendo recopilado una gran experienci­a de la vida, desarrolla la capacidad prudencial de hacer presente, en el momento y la situación justa, ese cúmulo de vivencias acumuladas a lo largo su existencia. Éste, podemos decir, es el mejor ejercicio de la memoria humana que podemos poner en juego.

Estamos terminando el año. Las fiestas de navidad y año nuevo son en sí mismas un regalo, un obsequio; el festejo no es fácil, pues la fiesta se hace cuando los convocados están satisfecho­s y alegres con hacer la fiesta. La fiesta es un obsequio que nos podemos hacer a nosotros mismos: vivir la vida. La memoria y la esperanza se hace patente de maneras insólitas. Pero también se impone el recuerdo, el recuento de lo que hemos sido, no sólo lo que hicimos, a lo largo del año que se va. En muchos sentidos, la esperanza se construye sobre el pasado, pues es difícil ser distintos de lo que hemos sido. Es el sentido de la historia, del ejercicio de la memoria, pues el presente es resultado del pasado y proyección al futuro.

El futuro parece incierto, pues no hay memoria del futuro. Pero se construye a partir del pasado. De ahí la importanci­a de la memoria histórica, del reconocimi­ento de los que hemos sido para poder construir el futuro.

Esto sin duda tiene una ventaja: si nuestro devenir es una construcci­ón de la humanidad, entonces el curso es reversible, podemos siempre rectificar el rumbo. Así, pensar en las condicione­s de posibilida­d para un futuro más alentador será una tarea fundamenta­l para el 2024. Y esto deja un pequeño resquicio para la esperanza. Vamos, entonces, a recordar lo que ahora suceda para vivir más plenamente.

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