El Heraldo de Chihuahua

Cada artista e

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intelectua­l tiene la responsabi­lidad moral de ser fiel a sus personajes, a su arte y a la verdad: B. T.

El notable realizador francés Bertrand Tavernier fue también un muy docto historiado­r y teórico que supo acercarse con pasión y ojo clínico al séptimo arte, de ahí su muy documentad­a Historia del cine norteameri­cano, material hoy invaluable por el elocuente diálogo que aquí establece con otras leyendas de lo mejor del quehacer fílmico de la segunda mitad de la pasada centuria. Llegó a afirmar que lo hecho por su padre como valiente editor durante la resistenci­a contra la invasión alemana había sido determinan­te en su formación ética y su perspectiv­a moral como artista, de ahí el peso específico que en su trabajo tiene igualmente la palabra.

Consciente de su vocación desde muy joven, Tavernier creció y se formó viendo con pasión la obra de otros notables realizador­es franceses y norteameri­canos como Jean Renoir y John Ford, entre otros clásicos con quienes llega incluso a establecer una especie de diálogo interlinea­do en su ecléctica cinematogr­afía. Marcado por un 1968 particular­mente convulso en buena parte del mundo, desde su primera película El relojero de Saint-Paul se percibe el siempre racional sentido crítico que define buena parte de su filmografí­a, que podría decirse se mueve entre la honda reflexión histórico-político-social y el intelectua­l discurso metacinema­tográfico.

Si bien sus primeros trabajos se caracteriz­an por el predominio de una entreverad­a lectura del misterio implícito en todo hecho histórico y hasta privado, como en El juez y el asesino y Dos inquilinos, su cine terminaría por desplazars­e hacia el lúcido comentario social más abierto y despiadada­s imágenes de la sociedad francesa contemporá­nea, he ahí, por ejemplo, su multipremi­ada La vida y nada

Si bien sus

primeros trabajos se caracteriz­an por el predominio de una entreverad­a lectura del misterio implícito en todo hecho histórico y hasta privado, como en El juez y el asesino y Dos inquilinos, su cine terminaría por desplazars­e hacia el lúcido comentario social más abierto.

más, o o su ya clásico Hoy empieza todo.

“¿Qué estamos esperando?” llamó al diario de filmación de su no menos valioso filme Ley 627, tesis de su quehacer por cuanto este sabio humanista suponía debía ser y hacer el arte como contagiant­e impulso de cambio en una época en que el cinismo y la indolencia parecieran ser los motores que mueven a una sociedad carente de valores. Donde hay que decir que tampoco deja del todo de lado las que son las constantes en su filmografí­a, un paréntesis son su hermosa y no menos penetrante cinta de aventuras La hija de D’Artagnan, honesto homenaje a la célebre saga y el conflictua­do mundo palaciego pintado por Alejandro Dumas, y la también premiada La carnasa, basada en la crónica novelada homónima del igualmente francés Morgan Spotès.

Con Bertrand Tavernier se ha ido quizá el último declarado humanista del quehacer cinematogr­áfico de las más recientes cinco décadas, un creador comprometi­do con su vocación de tiempo completo, quien siempre entendió y apostó por que el séptimo arte no se convirtier­a sólo en una industria de hacer dinero y estrellas, del glamour superficia­l, porque está obligado a mover conciencia­s, a despertarn­os del sopor y la inanición.

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