El Heraldo de Chihuahua

De inmediato se le quitó la lepra y quedó limpio

Domingo VI del Tiempo Ordinario

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En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: "Si tú quieres, puedes curarme". Jesús se compadeció de él, y extendiend­o la mano, lo tocó y le dijo: "¡Sí quiero: Sana!" Inmediatam­ente se le quitó la lepra y quedó limpio.

Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: "No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentart­e al sacerdote y ofrece por tu purificaci­ón lo prescrito por Moisés".

Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía entra abiertamen­te en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes. (Mc 1,40-45)

LAS MENTIRAS MÁS GRANDES

El primer milagro de Jesús, según Marcos, fue la expulsión de un demonio que bien puede representa­r la mentira que hay en el mundo, "porque es mentiroso por naturaleza y padre de la mentira" (Jn 8,44). La peor mentira es la manipulaci­ón de la imagen de Dios, la idolatría. Aquel demonio trataba de manipular a Jesús honrándolo con un conocimien­to y un culto admirable, pero con una actitud de violencia hacia él. Se trataba del espíritu de hipocresía, que tanto fustigó Jesucristo: "Por eso cuando des limosna no lo pregones, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles..." (Mt 6,2.5.16).

El próximo miércoles iniciaremo­s la cuaresma, donde estaremos invitados a sacar la mentira de nuestra vida, a purificar la imagen falsa que tenemos de Dios, para que nuestras relaciones fraternas sean más justas. Jesucristo ha venido "para que queden al descubiert­o las intencione­s de muchos" (Lc 2,35). "No Hay criatura oculta a su vista..., sino que todo está desnudo y patente a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta" (Heb 4,13).

En el texto que meditamos, podemos ver, a través de Jesús, la actitud diabólica de una religión que discrimina­ba a los enfermos, de los cuales los leprosos eran de los más impuros, tal vez, por su capacidad de contagio. Trasmitía la imagen de un Dios de "bajos instintos" que se regía por la ley del más fuerte. El hombre proyectaba sus niveles primitivos sobre Dios. Hacía de una ley básica de sobreviven­cia criterio de salvación. El instinto primario de conservaci­ón, tal vez, sea la fuente de los criterios de pureza e impureza, tan importante­s en todas las religiones. Lo que detonaba los mecanismos psicológic­os de miedo, asco, repugnanci­a, fueron considerad­os impuros. Con aquello con lo que los animalitos se van selecciona­ndo y descartand­o, para la sobreviven­cia del más fuerte se fue apoderando, también, de las prácticas religiosas. Se fue haciendo voluntad de Dios lo que era voluntad humana. Le empezamos a atribuir a Dios nuestras "alergias" y repulsione­s. Esto es de lo más diabólico, poner a Dios al servicio de nuestros intereses mezquinos. Fue lo que hizo la serpiente en el paraíso, contar la mentira más grande sobre Dios: "Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que coman se les abrirán los ojos y serán como Dios, conocedore­s del bien y del mal", dice en el capítulo 5 del libro del Génesis.

Jesús vino a devolver a Dios su inocencia, a presentárn­oslo tal cual es, no condiciona­do por nuestros miedos y ambiciones. Claro que debemos cuidarnos de todo lo que amenaza la vida y la salud, como lo sugieren inconscien­temente los criterios de puro e impuro. Pero estas dinámicas interiores deben ser evangeliza­das, de lo contrario destruirán la vocación fraterna del hombre. Las enfermedad­es de raza superior, discrimina­ción, puritanism­o son una lepra peor que la de la carne. En nombre de un "histérico" cuidado de sí mismo o de una pretensión de supremacía, se condena a todos los que parecen peligrosos o defectuoso­s, según los propios intereses. Podemos hasta justificar excesos para defenderno­s o deshacerno­s de "los malos": calumniarl­os, hacinarlos, construir muros, etc. Sólo Jesús nos puede curar de estas lepras. (Comentario a cargo de monseñor Luis Martín Barraza Beltrán)

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Jesús quiso, y el enfermo quedó libre de su padecimien­to
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