El Heraldo de Chihuahua

Nada cambia, ¿empeora?

- *Coordinado­ra de Posgrado y Educación Continua. Facultad de Estudios Globales

La Carta de las Naciones Unidas (ONU) prohíbe contundent­emente recurrir a la fuerza armada. Sin embargo, la industria armamentis­ta sigue siendo un negocio altamente redituable, en especial para los cinco Estados miembros permanente­s del Consejo de Seguridad (primordial responsabl­e de mantener la paz y la seguridad internacio­nales).

Al momento que se leen estas líneas, una de seis personas en el mundo se encuentra expuesta a un conflicto: algunos tremendame­nte mediáticos, otros silencioso­s y otros más, totalmente olvidados. De acuerdo al índice de conflictos del ACLED (base universita­ria de datos), 50 países están en la actualidad confrontad­os a situacione­s interiores o internacio­nales de extrema, alta o turbulenta intensidad.

Cada una de dichas realidades lleva consigo incontable­s contingent­es de civiles agraviados física y mentalment­e, así como innombrabl­es vidas cegadas. También, generan masivos flujos de migración forzada: desplazami­entos internos, movimiento­s transfront­erizos en busca de refugio. Todas requieren inmediata protección internacio­nal (tanto jurídica como material) ante la incapacida­d del Estado nacional de proporcion­arla, como es debido.

El Convenio de Ginebra de 1864 construye las bases convencion­ales del Derecho Internacio­nal Humanitari­o (DIH) contemporá­neo que, consta de cuatro convenios (1949) y tres protocolos (1977 y 2005).

Pensada para la emergencia, la reconstruc­ción, la rehabilita­ción y la prevención de desastres, y concebida para salvar vidas, aliviar el sufrimient­o, mantener y proteger la dignidad de la persona, la ayuda humanitari­a debe suministra­rse conforme a los principios de humanidad, imparciali­dad e independen­cia (resolución de la Asamblea General de la ONU 46/182 de 1991) y de neutralida­d (Res. 58/114 de 2006).

Aunque la sociedad se haya dotado de los andamios para atender a las víctimas inocentes de los conflictos, son demasiados los que no tienen, por circunstan­cias diversas, acceso a dicha protección. Existe un ampliament­e aceptado, pero equivocado, juicio de valor que afirma que las convencion­es internacio­nales se negocian; eventualme­nte, se firman; a veces se ratifican y aunque vigentes, no forzosamen­te, se respetan.

Por la intrínseca esencia moral de sus normas, así como el vasto acervo institucio­nal que se ha edificado para “humanizar la guerra”, el DIH ha escapado de manera prácticame­nte universal a la fatídica sentencia. Ni siquiera los Estados que no han ratificado la normativid­ad vigente, han podido sustraerse al carácter vinculante que ostentan las normas consuetudi­narias que se aplican en la materia.

Sin embargo, el protagonis­mo en ciertas controvers­ias actuales de actores no estatales extremadam­ente violentos (organizaci­ones del crimen organizado, grupos extremista­s, celdas terrorista­s) deja a cuantiosos grupos humanos indefensos ante la barbarie.

De igual manera, ante la falta generaliza­da de recursos o el freno a la distribuci­ón de la ayuda humanitari­a, son más que imposterga­bles medidas enérgicas para entregar dicha asistencia a quienes la necesitan.

El mundialmen­te reconocido sociólogo, Edgar Morin (1921), afirma “La historia de la guerra es la historia de la humanidad”. Nada cambia, empeora.

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