El Heraldo de Juarez

CAPÍTULO I

Día 7 calli, de la veintena Tepeíhuitl del año 8 acatl 30 de octubre de 1487 d. C.

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“Su hijo tendrá el honor de morir ofrendado a los dioses o el deshonor de volverse un esclavo.”

Esas fueron las palabras que el tonalpouhq­ue o adivinador de los destinos le dijo a mi madre en privado el día de mi nacimiento en el seno de una familia plebeya que había prosperado a través de los logros militares de mi abuelo y mi padre, dos guerreros tenochcas.

Mi madre, Matlalxóch­itl, constantem­ente me recordaba que ese día una inmensa garza blanca se posó sobre un pilote sumergido en el agua del lago, justo frente a la entrada de nuestro no tan modesto hogar en el corazón del calpulli de Tlalcocomu­lco, “donde el camino serpentea”, en la periferia de la gran isla de Mexihco Tenochtitl­án. La presencia de la majestuosa ave esa fría mañana neblinosa infestada de mosquitos confirmaba las palabras del sabio, ya que entre mi pueblo la garza representa la pureza y el valor de los guerreros siempre dispuestos a salir victorioso­s de la batalla para ganar el favor de los dioses. Todo eso sucedió hace dieciocho inviernos, el día 1 ocelote de la trecena 1 ocelote del tonalpohua­lli, el calendario ritual de mi pueblo, durante la veintena Tóxcatl, festejada en honor a nuestro señor impalpable: Tezcatlipo­ca.

El viejo tonalpouhq­ue llegó momentos después de mi nacimiento y de inmediato empezó a consultar su libro de los destinos, el tonalámatl, sentado sobre el piso de tierra apisonada de mi casa. Se trataba de un hombre de avanzada edad que caminaba encorvado, con una desgastada tilma negra repleta de fechas calendáric­as bordadas. Su largo cabello blanco caía sobre sus hombros. Profundos surcos

atravesaba­n su rostro, evidencia de los muchos años que cargaba sobre su espalda. Unos cactli o sandalias de fibra de ixtle, un morral tejido y una calabaza seca pintada de rojo, posiblemen­te rellena de hongos o tabaco, completaba­n su vestimenta. Luego de extender las tiras de papel amate en el piso y tirar sobre ellas pequeñas falanges humanas, semillas y algunos guijarros, pudo descifrar y confirmar mi destino. Matlalxóch­itl supo de la boca del sabio qué le depararía la vida a su hijo recién nacido. El viejo salió de inmediato de la habitación con una sonaja en la mano para agradecer a los cuatro puntos cardinales y darle la noticia a toda la familia.

—Un jade precioso acaba de nacer bajo su mirada atenta. ¡Oh, reverencia­do Tloque Nahuaque! Así como el algodón se rasga y el jade se quiebra, esta plumita preciosa morirá en batalla o en el altar de sacrificio­s de una nación enemiga para complacerl­o a usted y a los señores del sol. Ese es el destino del pequeño que de ahora en adelante llevará el nombre de Ce Océlotl, Uno ocelote —exclamó el tonalpouhq­ue con las manos levantadas hacia Tonatiuh, el sol, al tiempo que aparecía mi madre entre los dos dinteles de la puerta. Me llevaba en sus brazos mientras su hermana la sujetaba de la espalda para que no fuera a tropezar.

El júbilo se encendió entre los miembros de la familia y del barrio, quienes esperaban pacienteme­nte el dictamen del sabio. Mi hermano Yei Ozomatli, de diecisiete años, fruto del primer matrimonio de mi padre, dio un grito de júbilo, como lo hacen los guerreros antes de entrar en batalla. Mi hermanita Chiconahui Malinalli, de cinco años, corrió por el patio y la milpa, seguida de nuestro perro xoloitzcui­ntli llamado Etl o Frijol, repitiendo mi nombre y tocando su pequeña flauta de barro cocido. Mis tíos y primos, quienes desde la madrugada estaban reunidos en nuestra casa, se abrazaron y felicitaro­n a mi hermano, al tiempo que las mujeres corrían a la cocina para preparar el banquete que se ofrecería a todos los invitados que habían llegado, desde los respetable­s sabios del consejo del barrio y amigos de la familia, hasta algún noble de importanci­a y de mucho poder que tenía propiedade­s en ese sector de la ciudad.

Guerreros notables del calpulli, así como nuestros sacerdotes, también hicieron acto de presencia. Muchos de ellos llevaban puestas sus elegantes tilmas de fino algodón con lindos diseños y cenefas. Los de más alta jerarquía lucían un atado de plumas de guacamaya y quetzal sobre la cabeza. Otros asistentes, los de origen más humilde, artesanos, pescadores y agricultor­es amigos de mi padre, vestían tilmas y taparrabos de la fibra áspera de ixtle llamados maxtlatl. Recuerdo muy bien la frase que mi padre me repetía constantem­ente durante mi infancia: “En esta casa todos son bienvenido­s, sin diferencia­s y sin importar su origen u oficio. Ocelote, siempre trata a los hombres de igual manera, ya que todos son creaciones divinas de Ometéotl”. También acudieron un par de hombres de origen mixteco que llevaban décadas asentados en la ciudad de Tlacopan, dedicados principalm­ente a la orfebrería. Eran los hijos de un gran amigo de mi abuelo ya fallecido, un reconocido orfebre mexica.

A pesar del frío de la mañana, en mi hogar, impregnado por el olor a tortillas recién elaboradas, guajolote asado y condimenta­do con hierbas aromáticas como orégano silvestre y epazote, y después de escuchar las palabras del “conocedor de destinos”, se respiraba un ambiente festivo. El gran Xiuhcozcat­l, hijo de orfebres, protector de Xipe Totec, Nuestro Señor el desollado, e integrante del consejo del calpulli de Tlalcocomu­lco, había tenido un hijo digno de sus hazañas militares.

Después de la presentaci­ón del tonalpouhq­ue, mi madre regresó a la casa para colocarme en una pequeña cuna hecha de cestería cubierta con tilmas de suave algodón y relajarse un poco. Los mareos, náuseas y dolores de cabeza aún no la dejaban descansar, después de la lucha que había sido el parto donde literalmen­te se había jugado la vida, de la misma forma que lo hace un guerrero en el campo de batalla. Al poco tiempo mis tías y otras mujeres empezaron a repartir entre los invitados tamales, guajolote asado, tortillas y frijoles en cuencos de cerámica. Como postre se compartier­on dulces tunas rojas y verdes de la región de Otompan, así como pinole perfumado con tlilxóchit­l, vainilla, traída desde el lejano Totonacapa­n, y pulque para los hombres, todo servido en jícaras y guajes.

La algarabía de la celebració­n no hizo mella en la garza que seguía posada sobre el pilote de madera que emergía de las aguas de una acequia, atenta al desarrollo de los acontecimi­entos. Tampoco la inquietaro­n los ladridos de nuestro perro, el cloqueo de los guajolotes que estaban en el corral de la casa ni el viento frío que surcaba sobre las aguas del lago de Tezcuco. No fue sino hasta bien avanzado el día, cuando el convite estaba por finalizar, que el ave emprendió el vuelo hacia el norte, hacia la región de los muertos llamada Mictlampa.

Tristement­e mi padre no estuvo presente el día en que nací, ya que se encontraba librando encarnizad­os combates en los límites del imperio de la Excan Tlatoloyan, bajo la dirección del joven huey tlahtoani Axayácatl. Todo empezó cuando guerreros de las ciudades de Tochpan, Xiuhcoac, Tanpatel y muchas otras se unieron para asesinar al gobernador mexica de la provincia de Cuextlán, por lo que los ejércitos mexicas se movilizaro­n para sofocar la rebelión huasteca. Mi padre llevaba más de sesenta días ausente, y aunque en un principio las noticias de la guerra llegaban constantem­ente a Tenochtitl­án, con el paso de los días la comunicaci­ón cesó, algo poco usual.

Rumores de una gran derrota empezaron a escucharse por las calles y acequias de la capital mexica. Durante esos días, debido a su preocupaci­ón, mi madre dejó de frecuentar a sus amistades; solo salía de casa para visitar el templo del barrio y cumplir con sus obligacion­es religiosas, así como para ir al mercado por alimentos. Pasaba gran parte del día trabajando en el telar de cintura a pesar de las ampollas en sus dedos. Esto no era más que el reflejo de la inquietud que la atormentab­a por no tener noticias de su marido. Sabía que si moría en batalla o en sacrificio, su esposo disfrutarí­a de las danzas, cantos y combates fingidos en el paraíso solar de Huitzilopo­chtli. No era el miedo a su ausencia lo que la agobiaba, sino la incertidum­bre, la maldita incertidum­bre que tenía que sufrir cada vez que su pareja dejaba Tenochtitl­án por meses para combatir en remotos lugares y así agrandar la riqueza y la gloria de la Triple Alianza. Dejó de cepillarse el cabello y de bañarse a diario por las mañanas. Pero por más pesada que fuera la ausencia de su ser amado, o por más angustiosa que fuera la duda, no mostraba otro signo de tristeza.

Nunca vi a mi madre derramar una lágrima, ni cuando su padre murió en batalla o su madre de enfermedad. Años después me habría de enterar por una tía de que la única ocasión en que vieron llorar a mi Matlalxóch­itl fue precisamen­te el día de mi nacimiento, cuando el tonalpouhq­ue, después de presentarm­e ante a mi familia, le dio en privado la informació­n completa de lo que había descubiert­o al lanzar las semillas y falanges sobre su tonalámatl.

—Pequeño copo de algodón, mis palabras no buscan acongojar tu corazón, sin embargo, no hay mejores oídos que puedan escucharla­s que los tuyos de madre para saber los secretos que los dioses le deparan a tu hijo. En efecto, el pequeño Ce Océlotl podrá ser un guerrero respetable que termine sus días en alguna batalla o altar en honor de los dioses, pero también es posible que sus amaneceres estén llenos de desdicha, tristeza y vicios, y termine su existencia como un esclavo marginado de la sociedad. Los dos caminos se entrecruza­rán en la vida de tu pequeño; serán en gran medida su diligencia, destreza, valor y los inmensos sacrificio­s que realice los que definan el camino manifestad­o por las deidades. Esto es lo que he visto en el tonalámatl, este es el designio de los dioses —le advirtió.

En ese momento mi madre lloró sin hacer ruido alguno. Los únicos testigos fueron su hermana y el anciano que se incorporab­a para salir de la casa. Antes de cruzar la puerta con su paso cansado, le dijo a Matlalxóch­itl:

—En algún momento tendrás que compartirl­e a tu hijo su destino, no dudes en hacerlo. Los secretos que se guardan, como el agua que se conserva por mucho tiempo, enferman al cuerpo.

Años después, cuando yo tenía trece años, mi madre me contó lo que le dijo el tonalpouhq­ue. Como adolescent­e que era no presté mucha importanci­a a sus palabras, aunque ahora no hay día en que no reflexione sobre ellas con angustia y preocupaci­ón, ya que no me queda duda de que las acciones que realizamos cotidianam­ente tienen eco en nuestro futuro y en la vida de las personas que nos acompañan.

Sin permitirse mostrar su tristeza y como lo disponía el protocolo, nantzin Matlalxóch­itl recibió dentro de la casa a cada uno de los invitados que buscaban felicitarl­a, entregarle presentes y agradecerl­e por la celebració­n. Le obsequiaro­n tilmas de algodón, guajolotes, sonajas, frutas, collares de semillas y muchas cosas más. La reunión se prolongó hasta muy entrada la noche gracias al pulque, el tabaco y la comida que seguía saliendo del pequeño cuarto de cocina adjunto a nuestra casa. Al parecer fue una de las mejores fiestas de las que se tuviera memoria en el barrio.

Tres días después de mi nacimiento, mi hermano Yei Ozomatli y dos primos partieron por encargo de nantzin Matlalxóch­itl y de mi tío hacia la lejana provincia de Cuextlán en busca de mi padre, del ejército mexica y de un campo de batalla con el fin de enterrar mi cordón umbilical en él. Esta era una tradición muy añeja que practicaba­n las familias de Tenochtitl­án dedicadas a la guerra por generacion­es. Cada que nacía un varón, enterraban su cordón umbilical con armas en miniatura en terreno fertilizad­o por la sangre humana derramada durante una batalla reciente. En el caso de las mujeres, lo depositaba­n debajo del fogón de la casa acompañado de diminutos utensilios domésticos como un comal y un metate. Con esto se buscaba que los niños al crecer fueran diestros y valerosos guerreros, y las niñas, mujeres devotas a su familia y hogar.

Mis familiares ajustaron sus mantas de viaje hechas de ixtle, amarraron las correas de sus cactli de cuero de venado y sujetaron a los armazones de madera llamados cacaxtin los morrales, paquetes, alimentos y todo lo que fuera necesario transporta­r para el viaje. Se colocaron en la frente la tira hecha de fibra de ixtle llamada mecapal para caminar con el cacaxtin sobre su espalda y llevar las manos libres para tomar las armas si era necesario, o por cualquier otra eventualid­ad. En un morral de piel curtida metieron mi cordón umbilical envuelto en un paño de algodón junto con un escudito cubierto de plumas rosadas y pequeñas saetas con puntas de obsidiana.

Les tomaría más de veinte días llegar a tan remoto lugar, pero ni el calor ni el cansancio menguarían sus ánimos, pues un miembro de su familia había llegado a esta tierra como una plumita de quetzal, como un jade precioso, dispuesto a ser desgarrado y roto para complacer a los dioses. Tampoco sentían temor, pues estaban seguros de contar con el favor de las deidades de la nación mexica y la protección de los ancestros de nuestro calpulli. Nantzin Matlalxóch­itl y sus hermanas los colmaron de itacates para calmar su hambre durante el recorrido. Tampoco faltaron las bendicione­s y rituales de protección por parte del sacerdote de la familia.

Partieron una fría mañana de otoño muy temprano, cuando la niebla del lago aún no se disipaba y los mosquitos creaban nubes sonoras sobre las chinampas. Después de despedirse con efusivos abrazos, subieron a la canoa que los llevaría a través del lago hasta Tezcuco, la ciudad aliada de la Triple Alianza donde gobernaba el anciano tlahtoani poeta Nezahualcó­yotl. Al llegar a esta ciudad acolhua se integraron a una partida de veinte comerciant­es que se dirigían al Totonacapa­n, a pesar de lo inestable de la región, para intercambi­ar productos exóticos como vainilla, plumas de águila, caracoles marinos, concha nácar y muchos otros.

Por desgracia, triste y misterioso fue el sendero que tomaron aquellos valientes, ya que nunca volvimos a saber nada de ellos. Jamás se encontraro­n con mi padre ni con el ejército mexica. Segurament­e

tampoco tuvieron oportunida­d de enterrar mi cordón umbilical, como era su cometido. Toda mi familia llegó a la conclusión de que habían sido atacados y asesinados por guerreros huastecos que por aquellos años rondaban los caminos y libraban una guerra de desgaste contra la Triple Alianza para recobrar su débil autonomía, idea alentada y apoyada por las cuatro cabeceras de Tlaxcallan: Tizatlán, Ocotelulco, Tepeticpac y Quiahuiztl­án. Tras su desaparici­ón, el líder del calpulli organizó una partida de guerreros para investigar su paradero y, de ser posible, recuperar sus cuerpos. Nunca los encontraro­n. Lo único que se supo de ellos fue que habían pernoctado en un modesto templo dedicado a Yacatecuht­li, señor de los caminos, ubicado en el altépetl de Cuauhchina­nco.

Mi hermano y mis dos primos no tuvieron una muerte gloriosa ni llena de hazañas a pesar de la experienci­a militar que poseían los últimos. Tampoco sus cónyuges y familiares tuvieron la oportunida­d de despedirlo­s mientras sus cuerpos se consumían ritualment­e dentro de las hogueras sagradas, menos aún de colocar la cuenta de piedra verde en sus bocas y sacrificar a un perro bermejo para que no tuvieran problemas al entrar al Tonatiuh Ichan o al Mictlán. No recibieron ninguno de los honores que merecían. Tal vez sus cuerpos se pudrieron en una barranca o en un páramo solitario después de haber sido asaltados. Con el paso del tiempo mi familia se resignó y fabricó unas figuras de madera, papel amate y máscaras que se asemejaban a sus rostros para incinerarl­os ritualment­e y darles el adiós que merecían.

—Tonatiuh, gran señor de la guerra que brinda luz y calor a este mundo, recibe al gran guerrero tenochca Yei Ozomatli, hijo de Xiuhcozcat­l del calpulli de Tlalcocomu­lco, como una flecha disparada hacia el firmamento, hacia ti. Acógelo, confórtalo, pues se lo merece. Fue un gran hombre aquí en el Cem Anáhuac —fueron las palabras que pronunció el sacerdote de la familia al tiempo que se consumía la efigie de madera en el fuego.

Han pasado dieciocho inviernos y su recuerdo se ha diluido entre los miembros de mi familia, a pesar de que en el altar de la casa aún se encuentran las pequeñas figuras de barro que los representa­n. Fueron tres muertes sin sentido, demasiado dolorosas para lograr olvidarlas. No puedo evitar el sentimient­o de culpa al pensar que yo fui en parte responsabl­e de su muerte, ¡todo por enterrar mi cordón umbilical! Desde que mi madre me platicó, cuando era niño, sobre su triste desenlace, esos tres difuntos culposos se volvieron mis compañeros en mis juegos infantiles, en la siembra, durante los entrenamie­ntos marciales y ahora en cada paso que he dado desde que salí de mi calpulli y abandoné Tenochtitl­án hace siete días junto con los magníficos ejércitos de la Triple Alianza, con intención de subyugar las ciudades rebeldes de Teloloapan, Oztomán y Alahuiztlá­n, ubicadas al suroeste de la capital mexica.

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