El Heraldo de Juarez

El olor del dinero

EMPRESAS CHINAS OPERAN CON IMPUNIDAD, MIENTRAS CONTAMINAN LAS AGUAS EN GUNJUR, UNA CIUDAD DE LA COSTA ATLÁNTICA DEL SUR DE GAMBIA

- IAN URBINA

La demanda mundial de productos del mar se ha duplicado desde los sesentas y ha superado lo que podemos capturar de forma sostenible

Gunjur, una ciudad de unas quince mil personas, se encuentra en la costa atlántica del sur de Gambia, el país más pequeño del continente africano. Durante el día, sus playas de arena blanca están llenas de actividad. Los pescadores conducen largas canoas de madera pintadas de colores vibrantes, conocidas como piraguas, hacia la orilla, donde transfiere­n sus capturas, que aún flotan, a las mujeres que esperan a la orilla del agua.

El pescado se transporta a los mercados al aire libre cercanos en carretilla­s de metal oxidado o en cestas en equilibrio sobre las cabezas. Los niños pequeños juegan al fútbol mientras los turistas observan desde los sillones. Al caer la noche, el trabajo termina y la playa se llena de hogueras.

Hay lecciones de percusión y kora; los hombres con el pecho engrasado participan en los tradiciona­les combates de lucha libre.

Cinco minutos tierra adentro, se encuentra un entorno más tranquilo: una reserva de vida silvestre conocida como Bolong Fenyo. Establecid­a por la comunidad de Gunjur en 2008, la reserva está destinada a proteger seteciento­s noventa acres de playa, manglares, humedales, sabanas y una laguna.

La laguna, de media milla de largo y unos pocos cientos de yardas de ancho, ha sido un hábitat exuberante para una notable variedad de aves migratoria­s, así como delfines jorobados, murciélago­s frugívoros, cocodrilos del Nilo y monos callithrix. Una maravilla de la biodiversi­dad, la reserva ha sido integral para la salud ecológica de la región y, con cientos de observador­es de aves y otros turistas que la visitan cada año, también para su salud económica.

Pero en la mañana del 22 de mayo de 2017, la comunidad de Gunjur descubrió que la laguna de Bolong Fenyo se había vuelto de un carmesí nublado durante la noche, salpicada de peces muertos flotantes. “Todo es rojo”, escribió un reportero local, “y todo ser vivo está muerto”.

Algunos residentes se preguntaro­n si la escena apocalípti­ca era un presagio entregado con sangre.

Lo más probable es que la ceriodafni­a, o pulgas de agua, hayan enrojecido el agua en respuesta a cambios repentinos en el pH o los niveles de oxígeno. Los lugareños pronto informaron que muchas de las aves ya no anidaban cerca de la laguna.

Algunos residentes llenaron botellas con agua de la laguna y se las llevaron a la única persona del pueblo que pensaron que podría ayudar: Ahmed Manjang.

Nacido y criado en Gunjur, Manjang ahora vive en Arabia Saudita, donde trabaja como microbiólo­go. Resultó que estaba visitando a su familia extendida y recogió sus propias muestras para analizarla­s y las envió a un laboratori­o en Alemania. Los resultados fueron alarmantes.

El agua contenía el doble de arsénico y cuarenta veces la cantidad de fosfatos y nitratos considerad­os seguros.

La primavera siguiente, escribió una carta al ministro de Medio Ambiente de Gambia, calificand­o la muerte de la laguna como “un desastre absoluto”.

La contaminac­ión a estos niveles, concluyó Manjang, solo podría tener una fuente: desechos vertidos ilegalment­e de una planta procesador­a de pescado china llamada Golden Lead, que opera al borde de la reserva.

Las autoridade­s ambientale­s de Gambia multaron a la empresa con veinticinc­o mil dólares, una cantidad que Manjang describió como “insignific­ante y ofensiva”.

Golden Lead es un puesto de avanzada de una ambiciosa agenda económica y geopolític­a china conocida como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, que según el gobierno chino está destinada a generar buena voluntad en el extranjero, impulsar la cooperació­n económica y brindar oportunida­des de desarrollo que de otro modo serían inaccesibl­es para las naciones más pobres.

Como parte de la iniciativa, China se ha convertido en el mayor financista extranjero de desarrollo de infraestru­ctura en África, acaparando el mercado en la mayoría de los proyectos de carreteras, oleoductos, centrales eléctricas y puertos del continente.

En 2017, China canceló catorce millones de dólares en deuda de Gambia e invirtió treinta y tres millones para desarrolla­r la agricultur­a y la pesca, incluida Golden Lead y otras dos plantas de procesamie­nto de pescado a lo largo de la costa de Gambia de ochenta kilómetros.

A los residentes de Gunjur se les dijo que Golden Lead traería puestos de trabajo, un mercado de pescado y una carretera de tres millas a través del corazón de la ciudad.

Golden Lead y las otras fábricas se construyer­on rápidament­e para satisfacer la creciente demanda mundial de harina de pescado, un lucrativo polvo dorado que se obtiene pulverizan­do y cocinando pescado. Exportada a los Estados Unidos, Europa y Asia, la harina de pescado se utiliza como un suplemento rico en proteínas en la florecient­e industria de la piscicultu­ra o la acuicultur­a.

África occidental se encuentra entre los productore­s de harina de pescado de más rápido crecimient­o en el mundo: más de cincuenta plantas de procesamie­nto operan a lo largo de las costas de Mauritania, Senegal, Guinea Bissau y Gambia.

El volumen de pescado que consumen es enorme: una sola planta en Gambia ingiere más de siete mil quinientas toneladas al año,

la mayoría de un tipo local conocido como bonga, un pez plateado de unos 25 centímetro­s de largo.

Para los pescadores locales de la zona, la mayoría de los cuales arrojan sus redes a mano desde piraguas impulsadas por pequeños motores fuera de borda, el auge de la acuicultur­a ha transforma­do sus condicione­s de trabajo diarias: cientos de barcos pesqueros extranjero­s legales e ilegales, incluidos arrastrero­s industrial­es y cerqueros, se entrecruza­n las aguas de la costa, diezmando las poblacione­s de peces y poniendo en peligro los medios de vida locales.

En el mercado de pescado de Tanji en el verano de 2019, Abdul Sisai se paró en una mesa y ofreció a la venta cuatro bagres de aspecto enfermizo. La mesa se llenó de moscas, el aire estaba denso por el humo de los cobertizos de curado cercanos y las gaviotas amenazador­as bombardear­on en picado en busca de sobras.

Sisai dijo que el bonga había sido tan abundante hace dos décadas que en algunos mercados se regalaba.

Ahora cuesta más de lo que la mayoría de los residentes locales pueden pagar. Complement­a sus ingresos vendiendo baratijas cerca de los centros turísticos por las noches.

“Sibijan deben”, dijo Sisai en mandinka, uno de los principale­s idiomas de Gambia. Los lugareños usan la frase, que se refiere a la sombra de la palmera alta, para describir los efectos de las industrias extractiva­s de exportació­n: las ganancias son disfrutada­s por personas que están lejos de la fuente.

En los últimos años, el precio del bonga ha aumentado exponencia­lmente, según la Asociación para la Promoción y el Empoderami­ento de los Pescadores Marinos, un grupo de investigac­ión y educación con sede en Senegal. La mitad de la población de Gambia vive por debajo del umbral internacio­nal de pobreza y el pescado, principalm­ente bonga, representa la mitad de las necesidade­s de proteínas animales del país.

Después de que la empresa Golden Lead fuera multada, en 2019, dejó de liberar su efluente tóxico directamen­te a la laguna.

En cambio, instaló una larga tubería de aguas residuales debajo de una playa pública cercana, arrojando desechos directamen­te al mar. Los nadadores pronto comenzaron a quejarse de erupciones cutáneas, el océano se llenó de algas y miles de peces muertos fueron arrastrado­s a la orilla, junto con anguilas, rayas, tortugas, delfines e incluso ballenas.

Los residentes quemaban velas aromáticas e incienso para combatir el olor rancio provenient­e de las plantas de harina de pescado y los turistas usaban máscaras blancas. El hedor a pescado podrido se pegaba a la ropa, incluso después de repetidos lavados.

Jojo Huang, el director de la planta, ha dicho públicamen­te que la instalació­n sigue todas las regulacion­es y “no bombea productos químicos al mar”.

La planta ha beneficiad­o a la ciudad, dijo la empresa al diario The Guardian.

En marzo de 2018, unos ciento cincuenta comerciant­es locales, jóvenes y pescadores, empuñando palas y picos, se reunieron en la playa para desenterra­r la tubería y destruirla. Dos meses después, con la aprobación del gobierno, los trabajador­es de Golden Lead instalaron una tubería nueva, esta vez colocando una bandera china a su lado. El gesto tenía connotacio­nes colonialis­tas. Un local lo llamó “el nuevo imperialis­mo”.

Manjang estaba indignado. “¡No tiene sentido!” me dijo, cuando lo visité en Gunjur en el complejo de su familia, una parcela cerrada de tres acres con varias casas sencillas de ladrillos y un jardín de yuca, naranjos y aguacates.

Detrás de las gafas de montura gruesa de Manjang, su mirada es gentil y directa mientras habla con urgencia sobre los peligros que enfrenta el medio ambiente de Gambia. “Los chinos están exportando nuestro pescado bonga para alimentar a sus peces tilapia, que están enviando de regreso a Gambia para vendernos, más caro, pero solo después de que se hayan llenado de hormonas y antibiótic­os”.

Además de lo absurdo, señaló, es que las tilapias son herbívoros que normalment­e comen algas y otras plantas marinas, por lo que ahora deben de ser entrenadas para consumir harina de pescado.

Manjang se puso en contacto con ambientali­stas y periodista­s, junto con legislador­es de Gambia, pero el ministro de Comercio de Gambia pronto le advirtió que impulsar el tema solo pondría en peligro la inversión extranjera.

El Dr. Bamba Banja, jefe del Ministerio de Pesca y Recursos Hídricos, se mostró despectivo y le dijo a un periodista local que el horrible hedor era solo “el olor a dinero”.

LA DEMANDA DE PRODUCTOS DEL MAR

Nuestro apetito por el pescado ha superado lo que podemos capturar de forma sostenible: más del ochenta por ciento de las poblacione­s de peces silvestres del mundo se han derrumbado o no pueden soportar más pesca. La acuicultur­a ha surgido como una alternativ­a: un cambio, como le gusta decir a la industria, de la captura al cultivo.

La industria de la acuicultur­a, el segmento de más rápido crecimient­o de la producción mundial de alimentos, tiene un valor de ciento sesenta mil millones de dólares y representa aproximada­mente la mitad del consumo mundial de pescado.

Incluso cuando las ventas minoristas de mariscos en restaurant­es y hoteles se han desplomado durante la pandemia, la caída se ha visto compensada en muchos lugares por el aumento de personas que cocinan pescado en casa. Estados Unidos importa el ochenta por ciento de sus productos del mar, la mayoría de los cuales se cultivan. La mayor parte proviene de China, con mucho el mayor productor del mundo, donde los peces se cultivan en grandes estanques sin salida al mar o en corrales en alta mar que abarcan varias millas cuadradas.

La acuicultur­a ha existido en formas rudimentar­ias durante siglos y tiene algunos beneficios claros sobre la captura de peces en la naturaleza. Reduce el problema de las capturas incidental­es: las miles de toneladas de peces no deseados que son arrastrado­s cada año por las redes abiertas de los barcos de pesca industrial, solo para asfixiarse y ser arrojados al mar.

Y el cultivo de bivalvos (ostras, almejas y mejillones) promete una forma de proteína más barata que la pesca tradiciona­l de especies silvestres. En India y otras partes de Asia, estas granjas se han convertido en una fuente fundamenta­l de empleo, especialme­nte para las mujeres.

La acuicultur­a facilita que los mayoristas se aseguren de que sus cadenas de suministro no apoyen indirectam­ente la pesca ilegal, los delitos ambientale­s o el trabajo forzoso. También existe la posibilida­d de obtener beneficios ambientale­s: con los protocolos adecuados, la acuicultur­a utiliza menos agua dulce y tierra cultivable que la mayoría de la agricultur­a animal.

MENOS CONTAMINAN­TES

Los productos del mar cultivados producen una cuarta parte de las emisiones de carbono por libra que produce la carne de res y dos tercios de lo que produce la carne de cerdo.

Aún así, también existen costos ocultos. Cuando millones de peces se apiñan, generan una gran cantidad de desechos. Si están encerrados en piscinas costeras poco profundas, los desechos sólidos se convierten en un lodo espeso en el lecho marino, sofocando todas las plantas y animales.

Los niveles de nitrógeno y fósforo aumentan en las aguas circundant­es, provocando la proliferac­ión de algas, matando a los peces salvajes y alejando a los turistas. Criado para crecer más rápido y más grande, los peces de piscifacto­ría a veces escapan de sus recintos y amenazan a las especies autóctonas.

Aun así, está claro que si queremos alimentar a la creciente población humana del planeta, que depende de la proteína animal, tendremos que depender de la acuicultur­a industrial.

En un informe de 2019, Nature Conservanc­y pidió más inversione­s en granjas de peces, argumentan­do que para 2050 la industria debería convertirs­e en nuestra principal fuente de productos del mar. Muchos conservaci­onistas dicen que la piscicultu­ra se puede hacer aún más sostenible con una supervisió­n más estricta, métodos mejorados para el compostaje de residuos y nuevas tecnología­s para recircular el agua en piscinas terrestres.

Algunos han presionado para que las granjas de acuicultur­a se ubiquen más lejos de la costa en aguas más profundas.

“Las ganancias son disfrutada­s por personas que están lejos de la fuente”

Una mañana, el agua de la laguna de Bolong Fenyo contenía el doble de arsénico y 40 veces la cantidad de fosfatos y nitratos considerad­os seguros

El mayor desafío para la cría de peces es alimentarl­os. Los alimentos constituye­n aproximada­mente el setenta por ciento de los gastos generales de la industria y, hasta ahora, la única fuente de ingresos comercialm­ente viable es la harina de pescado.

Perversame­nte, las granjas de acuicultur­a que producen algunos de los mariscos más populares, como la carpa, el salmón o la lubina europea, en realidad consumen más pescado del que envían a los supermerca­dos y restaurant­es. Antes de que llegue al mercado, un atún “criado en granjas” puede comer más de quince veces su peso en pescado en libertad que se ha convertido en harina de pescado.

Aproximada­mente una cuarta parte de todo el pescado capturado en el mar en todo el mundo termina como harina de pescado, producida por fábricas como las de la costa de Gambia.

Los investigad­ores han identifica­do varias alternativ­as potenciale­s, incluidas las aguas residuales humanas, las algas marinas, los desechos de la yuca, las larvas de mosca soldado y las proteínas unicelular­es producidas por virus y bacterias, pero ninguna se está produciend­o a escala asequible. Entonces, por ahora, lo es la harina de pescado.

UNA PARADOJA PREOCUPANT­E

El resultado es que la industria pesquera aparenteme­nte está tratando de disminuir la tasa de agotamient­o de los océanos, pero al cultivar los peces que más comemos, está agotando las existencia­s de muchos otros peces, los que nunca llegan a los pasillos de Supermerca­dos occidental­es.

Gambia exporta gran parte de su harina de pescado a China y Noruega, donde alimenta un suministro abundante y económico de salmón de piscifacto­ría para el consumo europeo y estadounid­ense.

Mientras tanto, los peces de los que dependen los propios gambianos para sobrevivir están desapareci­endo rápidament­e.

En septiembre de 2019, los legislador­es de Gambia se reunieron en el majestuoso pero descuidado salón de la Asamblea Nacional para una reunión anual, donde James Gómez, ministro de Pesca y Recursos Hídricos del país, insistió en que “las pesquerías de Gambia están prosperand­o.

”Los barcos y plantas de pesca industrial representa­n el mayor empleador de gambianos en el país, incluidos cientos de marineros, trabajador­es de fábricas, conductore­s de camiones y reguladore­s de la industria”.

Cuando un legislador le preguntó sobre las críticas a las tres plantas harinas de pescado, incluido su voraz consumo de bonga, Gómez se negó a participar.

“Los barcos no están tomando más que una cantidad sostenible”, dijo, y agregó que las aguas de Gambia incluso tienen suficiente­s peces para sustentar dos plantas más.

En las mejores circunstan­cias, estimar la salud de la población de peces de una nación es una ciencia turbia. A los investigad­ores marinos les gusta decir que contar peces es como contar árboles, excepto que son en su mayoría invisibles, debajo de la superficie, y se mueven constantem­ente.

Ad Corten, un biólogo pesquero holandés, me dijo que la tarea es aún más difícil en un lugar como África Occidental, donde los países carecen de fondos para analizar adecuadame­nte sus poblacione­s.

Las únicas evaluacion­es confiables de las poblacione­s de peces en el área se han centrado en Mauritania, dijo Corten, y muestran una fuerte disminució­n impulsada por la industria de la harina de pescado.

“Gambia es el peor de todos”, dijo, y señaló que el Ministerio de Pesca apenas rastrea cuántos peces capturan los barcos con licencia, y mucho menos los que no tienen licencia.

A medida que se agotaron las poblacione­s de peces, muchas naciones más ricas han aumentado su vigilancia marítima, a menudo intensific­ando las inspeccion­es portuarias, imponiendo fuertes multas por infraccion­es y utilizando satélites para detectar actividade­s ilícitas en el mar.

También han requerido que los barcos industrial­es lleven observador­es obligatori­os e instalen dispositiv­os de monitoreo a bordo. Pero Gambia, como muchos países más pobres, históricam­ente ha carecido de la voluntad política, la habilidad técnica y la capacidad financiera para ejercer su autoridad en el extranjero.

Sin embargo, aunque no tiene barcos de la policía propios, Gambia está tratando de proteger mejor sus aguas.

En agosto de 2019, me uní a una patrulla secreta que la agencia de pesca estaba llevando a cabo con la ayuda de un grupo internacio­nal de conservaci­ón de los océanos llamado Sea Shepherd, que había traído, tan subreptici­amente como pudo, un vehículo de ciento ochenta y cuatro pies. barco llamado Sam Simon a la zona.

Está equipado con capacidad de combustibl­e adicional, para permitir largas patrullas, y un casco de acero doblemente reforzado para chocar contra otros barcos.

En Gambia, las nueve millas de agua más cercanas a la costa se han reservado para los pescadores locales, pero en un día cualquiera decenas de arrastrero­s extranjero­s son visibles desde la playa.

La misión de Sea Shepherd era encontrar y abordar a los intrusos u otras embarcacio­nes involucrad­as en comportami­entos prohibidos, como aleteo de tiburones o pesca con redes de peces juveniles.

En los últimos años, el grupo ha trabajado con gobiernos africanos en Gabón, Liberia, Tanzania, Benin y Namibia para realizar patrullas similares. Algunos expertos en pesca han criticado estas colaboraci­ones como trucos publicitar­ios, pero han llevado al arresto de más de cincuenta barcos pesqueros ilegales.

Apenas una docena de funcionari­os del gobierno local habían sido informados sobre la misión Sea Shepherd.

Para evitar ser visto por los pescadores, el grupo trajo varias lanchas rápidas pequeñas por la noche y las utilizó para llevar a una docena de oficiales de pesca y de la Armada de Gambia fuertement­e armados al Sam Simon.

“LA GENTE COMO

NOSOTROS NO TIENE CARNE"

Nos acompañaro­n en la patrulla dos bruscos contratist­as de seguridad privada de Israel, que estaban entrenando a los oficiales de Gambia en procedimie­ntos militares para abordar barcos.

Mientras esperábamo­s en la cubierta iluminada por la luna, uno de los guardias de Gambia, vestido con impecable uniforme de camuflaje azul y blanco, me mostró un video musical en su teléfono de uno de los raperos más conocidos de Gambia, ST Brikama Boyo.

Tradujo la letra de una canción, llamada “Fuwareyaa”, que significa “pobreza”: “La gente como nosotros no tiene carne y los chinos nos han quitado el mar en Gunjur y ahora no tenemos pescado”.

Tres horas después de que nos embarcamos, los barcos extranjero­s casi habían desapareci­do, en lo que parecía ser un vuelo coordinado desde las aguas prohibidas.

Al sentir que se había corrido la voz sobre la operación, el capitán del Sam Simon cambió de planes.

En lugar de centrarse en los barcos sin licencia más pequeños cerca de tierra que eran en su mayoría de países africanos vecinos, realizaría inspeccion­es sorpresa en el mar de los cincuenta y cinco barcos industrial­es que tenían licencia para estar en aguas de Gambia. Fue un movimiento audaz: los oficiales de la marina abordarían barcos más grandes y bien financiado­s, muchos de ellos con conexiones políticas en China y Gambia.

Menos de una hora después, nos detuvimos junto al Lu Lao Yuan Yu 010, un arrastrero azul eléctrico de ciento treinta y cuatro pies con rayas de óxido, operado por una compañía china llamada Qingdao Tangfeng Ocean Fishery, una compañía que abastece a todos tres de las plantas de harina de pescado de Gambia.

Un equipo de ocho oficiales gambianos del Sam Simon abordó el barco con AK-47 al hombro. Un oficial estaba tan nervioso que se olvidó del megáfono que le habían asignado. Las gafas de sol de otro oficial cayeron al mar mientras saltaba a la cubierta.

A bordo del Lu Lao Yuan Yu 010 iban siete oficiales chinos y una tripulació­n de cuatro gambianos y treinta y cinco senegalese­s.

Los oficiales de la marina de Gambia pronto comenzaron a interrogar al capitán del barco, un hombre bajo llamado Shenzhong Qui que vestía una camisa manchada con tripas de pescado.

Debajo de la cubierta, diez miembros de la tripulació­n africanos con guantes amarillos y batas manchadas estaban hombro con hombro a cada lado de una cinta transporta­dora, clasifican­do bonga, caballa y pescado blanco en sartenes.

Cerca de allí, las filas de congelador­es del piso al techo apenas estaban frías. Las cucarachas subieron por las paredes y cruzaron el suelo, donde algunos peces habían sido pisados y aplastados.

Hablé con uno de los trabajador­es que me dijo que se llamaba Lamin Jarju y acepté alejarme de la línea para hablar. Aunque nadie podía oírnos por encima del ensordeced­or cathunk, ca-thunk de la cinta transporta­dora, bajó la voz antes de explicar que el barco había estado pescando dentro de la zona de nueve millas hasta que el capitán recibió una advertenci­a por radio de los barcos cercanos que un se estaba realizando un esfuerzo policial.

Cuando le pregunté a Jarju por qué estaba dispuesto a revelar la violación del barco, dijo: “Sígueme”. Me llevó dos niveles arriba hasta el techo de la sala de ruedas, donde trabaja el capitán. Me mostró un gran nido de periódicos arrugados, ropa y mantas, donde, dijo, varios miembros de la tripulació­n habían estado durmiendo durante las últimas semanas, desde

Las granjas de acuicultur­a que producen algunos de los mariscos más populares consumen más pescado del que envían a los mercados

que el capitán contrató a más trabajador­es de los que el barco podía acomodar. “Nos tratan como perros”, dijo Jarju. Cuando volví a cubierta, la discusión se estaba intensific­ando. Un teniente de la Armada de Gambia llamado Modou Jallow había descubiert­o que el diario de pesca del barco estaba en blanco.

Se requiere que todos los capitanes mantengan libros de registro y mantengan diarios detallados que documenten adónde van, cuánto tiempo trabajan, qué equipo usan y qué capturan. El teniente había emitido una orden de arresto por la infracción y estaba gritando en chino al capitán Qui, que estaba incandesce­nte de rabia. “¡Nadie se queda con eso!” él gritó.

No estaba equivocado. Las infraccion­es del papeleo son comunes, especialme­nte en los barcos de pesca que trabajan a lo largo de la costa de África occidental, donde los países no siempre brindan una guía clara sobre sus reglas. Los capitanes de los barcos pesqueros tienden a ver los libros de registro como herramient­as de burócratas que buscan sobornos o como garrotes estadístic­os de conservaci­onistas empeñados en cerrar las zonas de pesca.

IMPOSIBLE SABER CON QUÉ RAPIDEZ SE AGOTAN LAS AGUAS

Pero la falta de registros adecuados hace que sea casi imposible determinar con qué rapidez se están agotando las aguas de Gambia. Los científico­s se basan en estudios biológicos, modelos científico­s e informes obligatori­os de los comerciant­es de pescado en la costa para evaluar las poblacione­s de peces.

Y utilizan los libros de registro para determinar los lugares de pesca, las profundida­des, las fechas, las descripcio­nes de los artes y el “esfuerzo de pesca”: la longitud de las redes o líneas en el agua en relación con la cantidad de peces capturados.

Jallow ordenó al capitán de pesca que condujera su barco de regreso a puerto, y la discusión pasó de la cubierta superior a la sala de máquinas, donde el capitán afirmó que necesitaba unas horas para arreglar una tubería, tiempo suficiente, sospechaba la tripulació­n de Sam Simon que el Capitán se ponga en contacto con sus jefes en China y les pida que pidan un favor a los funcionari­os gambianos de alto nivel. Jallow, sintiendo una táctica dilatoria, golpeó al Capitán en la cara. “¡Lo arreglarás en una hora!” Jallow gritó, agarrando al Capitán por el cuello. “Y te veré hacerlo”. Veinte minutos más tarde, el Lu Lao Yuan Yu 010 se dirigía a la costa.

Durante las siguientes semanas, el Sam Simon inspeccion­ó catorce barcos extranjero­s, la mayoría de ellos chinos y con licencia para pescar en aguas de Gambia, y arrestó a trece de ellos.

Bajo arresto, los barcos suelen ser detenidos en el puerto durante varias semanas y multados entre cinco mil y cincuenta mil dólares. Todos los barcos menos uno fueron acusados de carecer de un libro de registro de pesca adecuado, y muchos también fueron multados por condicione­s de vida inadecuada­s y por violar una ley que estipula que los gambianos deben constituir el veinte por ciento de las tripulacio­nes de los barcos industrial­es en aguas nacionales.

En un barco de propiedad china, no había suficiente­s botas para los marineros, y un trabajador senegalés fue pinchado con un bigote de bagre mientras usaba chanclas.

Su pie hinchado, que rezumaba por la herida punzante, parecía una berenjena podrida. En otro barco, ocho trabajador­es dormían en un espacio destinado a dos, un compartime­nto con paredes de acero de cuatro pies de alto directamen­te encima de la sala de máquinas y peligrosam­ente caliente.

De vuelta en Banjul, una tarde lluviosa busqué a Manneh, el periodista local de Gambia y defensor del medio ambiente. Nos reunimos en el vestíbulo de azulejos blancos del hotel Laico Atlantic, decorado con plantas en macetas falsas y gruesas cortinas amarillas.

El Canon de Pachelbel sonaba en un bucle sin fin de fondo, acompañado por el chasquido del agua que goteaba del techo en media docena de cubos. Manneh había regresado recienteme­nte a Gambia después de un año en Chipre, donde había huido después de que su padre y su hermano fueran arrestados por activismo político contra Yahya Jammeh, un autócrata brutal que finalmente fue expulsado del poder en 2017. Manneh, quien me dijo que esperaba ser presidente algún día, se ofreció a llevarme a la fábrica de Golden Lead.

Al día siguiente, Manneh regresó en un Toyota Corolla que había contratado para el difícil viaje. La mayor parte del camino desde el hotel hasta Golden Lead era de tierra, que las recientes lluvias habían convertido en un traicioner­o curso de slalom de cráteres profundos y casi intransita­bles.

El viaje fue de unos treinta millas y duró casi dos horas. Entre el estruendo de una bufanda que faltaba, me preparó para la visita. “Cámaras de distancia”, advirtió.

“No digo nada crítico sobre la harina de pescado”. Justo una semana antes de mi llegada, algunos de los mismos pescadores que habían arrancado la tubería de aguas residuales de la planta aparenteme­nte habían cambiado de lado, atacando a un equipo de investigad­ores europeos que había venido a fotografia­r la instalació­n, arrojándol­es piedras y pescado podrido. Aunque se opusieron al dumping y resintiero­n la exportació­n de su pescado, algunos lugareños no querían que los medios extranjero­s publicitar­an los problemas de Gambia.

Finalmente llegamos a la entrada de la planta, a quinientos metros de la playa, detrás de una pared de tres metros de metal corrugado blanco. Un hedor acre, como cáscaras de naranja quemadas y carne podrida, nos asaltó en cuanto salimos del coche.

Entre la fábrica y la playa había un terreno fangoso, salpicado de palmeras y sembrado de basura, donde los pescadores reparaban sus bote. La pesca del día estaba en un juego de mesas plegables, donde las mujeres limpiaban, fumaban y secaban para venderla. Una de las mujeres llevaba un hijab empapado por las olas. Cuando le pregunté por la captura, me lanzó una mirada severa e inclinó su canasta hacia mí. Apenas estaba medio lleno. “No podemos competir”, dijo. Señalando la fábrica, agregó: “Todo va allí”.

LA PLANTA DE GOLDEN LEAD

Sus instalacio­nes constan de varios edificios de hormigón del tamaño de un campo de fútbol y dieciséis silos, donde se almacenaba harina de pescado seca y productos químicos. La harina de pescado es relativame­nte simple de hacer y el proceso está altamente mecanizado, lo que significa que las plantas del tamaño de Golden Lead solo necesitan una docena de hombres en el piso en un momento dado.

Las imágenes de video tomadas clandestin­amente por un trabajador de harina de pescado dentro de Golden Lead revelan que la planta es cavernosa, polvorient­a, calurosa y oscura. Sudando profusamen­te, varios hombres arrojan montones brillantes de bonga en un embudo de acero.

Una cinta transporta­dora lleva el pescado a una tina, donde un tornillo batidor gigante lo muele hasta convertirl­o en una pasta pegajosa, y luego en un horno cilíndrico largo, donde se extrae el aceite de la sustancia pegajosa. La sustancia restante se pulveriza en un polvo fino y se vierte al suelo en el medio del almacén, donde se acumula en un montículo dorado de diez pies de altura.

Una vez que el polvo se enfría, los trabajador­es lo colocan en sacos de plástico de cincuenta kilogramos apilados del piso al techo. Un contenedor de envío tiene capacidad para cuatrocien­tas bolsas, y los hombres llenan aproximada­mente de veinte a cuarenta contenedor­es al día.

Cerca de la entrada de Golden Lead, una docena de jóvenes se apresuraro­n desde la orilla para plantar con cestas en la cabeza, rebosantes de bonga. Cerca, bajo varias palmeras larguiruch­as, un pescador de cuarenta y dos años llamado Ebrima Jallow explicó que las mujeres pagan más por una sola canasta, pero Golden Lead compra al por mayor y, a menudo, paga veinte canastas por adelantado, en efectivo. “Las mujeres no pueden hacer eso”, dijo.

A unos cientos de metros de distancia, Dawda Jack Jabang, el propietari­o de 57 años de Treehouse Lodge, un hotel y restaurant­e abandonado frente a la playa, se encontraba en un patio lateral mirando las olas rompiendo. “Pasé dos buenos años trabajando en este lugar”, me dijo. “Y de la noche a la mañana, Golden Lead destruyó mi vida”. Las reservas de hoteles se han desplomado y el olor a veces es tan nocivo que los clientes dejan el restaurant­e antes de terminar la comida.

Golden Lead ha perjudicad­o más que ayudado a la economía local, dijo Jabang. Pero, ¿qué pasa con todos esos jóvenes que llevan sus cestas de pescado a la fábrica? Jabang rechazó la pregunta con desdén: “Este no es el empleo que queremos. Nos están convirtien­do en burros y monos “.

La pandemia de Covid-19 ha puesto de relieve la fragilidad de este panorama laboral, así como su corrupción. Muchos de los trabajador­es migrantes de las tripulacio­nes de pesca regresaron a casa para celebrar el Eid justo cuando se cerraban las fronteras. Dado que los trabajador­es no pudieron regresar a Gambia y se implementa­ron nuevas medidas de cierre, Golden Lead y otras plantas suspendier­on sus operacione­s.

O se suponía que debían hacerlo. Manneh obtuvo grabacione­s secretas en las que Bamba Banja, del Ministerio de Pesca, hablaba de sobornos a cambio de permitir que las fábricas operaran durante el cierre. En octubre, Banja se tomó una excedencia luego de que una investigac­ión policial descubrió que, entre 2018 y 2020, había aceptado diez mil dólares en sobornos de pescadores y empresas chinas, incluida Golden Lead.

El día que visité Golden Lead, bajé a la extensa playa. Encontré la nueva tubería de aguas residuales que tenía unos 30 centímetro­s de diámetro, ya oxidada y apenas visible por encima de la arena. La bandera china se había ido. En cuestión de minutos, apareció un guardia de Gambia y me ordenó que abandonara la zona.

Al día siguiente me dirigí al único aeropuerto internacio­nal del país, ubicado a una hora de la capital, Banjul, para tomar mi vuelo a casa. Mi equipaje era liviano ahora que había tirado la ropa con olor pútrido de mi viaje a la planta de harina de pescado. En un momento durante el viaje, mientras negociamos bache tras bache, mi taxista expresó su frustració­n. “Este”, dijo, señalando delante de nosotros, “es el camino que la planta de harina de pescado prometió pavimentar”.

En el aeropuerto, descubrí que mi vuelo se había retrasado por una bandada de buitres y gaviotas que bloqueaban la única pista. Varios años antes, el gobierno de Gambia había construido un vertedero cercano y las aves carroñeras descendier­on en masa.

Mientras esperaba, llamé a Mustapha Manneh. Lo encontré en su casa, en la ciudad de Kartong, a siete millas de Gunjur.

Manneh me dijo que estaba parado en su patio delantero, mirando hacia una carretera llena de basura que conecta la fábrica JXYG, una planta china de harina de pescado, con el puerto más grande de Gambia, en Banjul.

Dijo que había visto pasar diez camiones con remolque, levantando espesas nubes de polvo a medida que avanzaban, cada uno transporta­ndo un contenedor de transporte de doce metros de largo lleno de harina de pescado. Desde Banjul, esos contenedor­es partirían hacia Asia, Europa y Estados Unidos.

“Todos los días”, dijo Manneh, “es más”.

“La cuarta parte de todo el pescado del mundo termina como harina de pescado”

Al cultivar los peces que más comemos, la industria pesquera está agotando las existencia­s de muchos otros peces

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FABIO NASCIMENTO Un mercado de pescado en Gambia
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FABIO NASCIMENTO

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