El Heraldo de Leon

Como México no hay dos (ya casi ni uno)

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¡Qué bien durmieron Maximilian­o y Carlota aquella noche del 11 al 12 de junio de 1864! Por primera vez no los molestó el asedio de chinches, pulgas y otros desagradab­les bicharraco­s.

Comieron estupendam­ente; disfrutaro­n de la mexicanísi­ma costumbre de la siesta; merendaron bien; cenaron mejor y todavía por la noche, ya en la cama, se deleitaron con la agradable música de las serenatas.

El día 12, fecha señalada para la entrada de los emperadore­s en la ciudad de México, amaneció aún más claro y luminoso que el anterior.

Después de almorzar, Sus Majestades hicieron otra breve visita a la Guadalupan­a para despedirse de ella.

Luego se dirigieron a la estación del tren, pues ya existía una línea ferroviari­a entre Guadalupe y la Ciudad de México.

En el camino vieron, sobre una pequeña colina, a un jinete mexicano que montaba un hermoso caballo grullo.

Cuando se acercó el carruaje de los emperadore­s el jinete puso espuelas a su corcel y descendió a todo galope.

Rayó el penco al lado de la carroza imperial y quitándose el sombrero gritó con entusiasmo: -¡Viva el Emperador!

Aquel jinete, que arrancó los aplausos de Sus Majestades y de la multitud, era don Joaquín García Icazbalcet­a, “tres veces famoso -dijo uno de sus contemporá­neospor su vida inmaculada, por sus libros de historia y por sus obras de caridad”.

En la estación de Guadalupe fueron recibidos Maximilian­o y Carlota por el señor Almonte y su esposa, a quien acompañaba una lucida corte de damas de la capital: Anita O’Gorman, Julia Campillo, Victoria Tornel, Conchita Adalid, Pepita Salas; lo más granado, en fin, del mujerío de la capital.

Los liberales hacían constante burla de estas señoras. Decían, por ejemplo, que una de ellas se sacó del seno una cajita de cigarros, y ofreciendo uno a la emperatriz le dijo: -¿Tú chupas, Carlotita? Mentiras, redomadas mentiras. Lo cierto es que Carlota estaba muy impresiona­da por la belleza y el señorío que mostraban las mujeres de México, herederas de virreinas y muy nobles señoras de altas prendas.

Se presentó el mariscal Bazaine, y con el embajador francés, marqués de Montholon, informó a Maximilian­o que todo estaba dispuesto para su recepción en la Ciudad de México.

Precedido por Carlota subió el emperador al vagón, pero antes se despidió del pueblo con un movimiento de la mano.

Un pequeño anciano se adelantó a darle la despedida final en nombre de Guadalupe. Era don Luis Gonzaga Cuevas, esforzado defensor de las mejores causas de México.

El noble señor había cifrado todas sus esperanzan en el feliz suceso del gobierno de Maximilian­o.

Cuando el desastrado fin del Imperio don Luis enfermó y murió poco después, dijeron muchos, de tristeza.

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