Poder, entre genialidad y conjura
Hace décadas la Universidad holandesa de Eindhoven se convirtió en la sede de un debate histórico. Noam Chomsky y Michel Foucault, dos de los pensadores más grandes del siglo XX, se reunieron para debatir sobre uno de los temas que ha fascinado y obsesionado a la humanidad desde sus albores: ¿existe —y en su caso, en qué consiste— tal cosa como la “naturaleza humana”?
Aunque la primera parte del debate, teórica y abstracta en su naturaleza, indudablemente constituye un material valiosísimo para todas las áreas del conocimiento humano, es en la segunda sesión, cuando los pensadores abordan de lleno las implicaciones de sus posturas respecto a la acción política concreta, que el debate adopta un tono más urgente e intenso, y que nos ofrece lecciones aún vigentes hoy. Chomsky, visitante frecuente de México, perpetuo optimista, ve en la revolución la semilla para la verdadera transformación de la sociedad, no en algo enteramente nuevo y ajeno, sino en una versión más perfecta, más cercana a su “verdadera” esencia. Para Foucault, en cambio, las revoluciones no representan más que una permutación del interminable juego de poder: quien emprende la lucha armada no lo hace por justicia, sino porque pretende ganar.
En este punto, el realismo brutal del francés quizás se lleve el triunfo. ¿Cómo es posible, se preguntan, que los propios “campeones del pueblo”, una vez alcanzado el poder, desaten toda su violencia y poder destructivo no sólo contra sus enemigos, sino contra el pueblo e instituciones que proclaman defender? Foucault, a las objeciones de su interlocutor, responde de forma bastante clara: estos autoproclamados “campeones”, estas vanguardias transformadoras, no son en el fondo más que apóstatas de la propia clase dominante: no hay verdadera transformación; el poder sigue en manos de la misma casta. Parece así remitirnos, en un eco irónico, a las palabras de Jonathan Swift: “cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él.”
Pero por cada genio hay un precio que pagar, encarnado en la aparición de cien falsos profetas, convencidos en su delirio de ser el verdadero campeón de la gran transformación humana. Con celo implacable, son los primeros en arrojar la piedra y los más entusiastas en aplaudir frente al cadalso. Todo se reduce a tener el poder para someter, juzgar y castigar aunque sean inocentes, si son culpables tampoco importa. Son el poder y punto.