OCASO DEL PRESIDENTE. ENTRE ACUSACIONES Y SOMBRAS
El hecho de que no sea un narcotraficante no lo hace un buen Presidente, y su gestión para combatir la inseguridad es la peor de la historia reciente de México
“El formato de descrédito lo comenzó él, todos los días desacreditó e imputó delitos y conductas a diestra y siniestra a quienes llama sus adversarios. Hoy le están dando una dosis de su propia medicina”.
Puede asegurarse que el Presidente no es un narcotraficante. Por Dios, ¿Cuándo dejamos de considerar que de debemos hablar con templanza, prudencia y respeto hacia los demás? Sí pudo haber habido inyección de recursos provenientes del crimen organizado; eso por sí solo no lo convierte en un narcopresidente, ni mucho menos. Ahora bien, el hecho de que no sea un narcotraficante no lo hace un buen Presidente, y su gestión para combatir la inseguridad es la peor de la historia reciente de México.
Sin embargo, seamos pensantes, eso no lo hace automáticamente un narcopresidente. Entiendo que el formato de descrédito lo comenzó él, todos los días desacreditó e imputó delitos y conductas a diestra y siniestra a quienes llama sus adversarios. Hoy le están dando una dosis de su propia medicina. De ahí, viajar al extremo que solamente por el dicho de “la gente” y un par de verdaderos narcotraficantes lo declaren, y una investigación de las “agencias de Estados Unidos” que todavía no encuentran las armas de destrucción masiva en Irak, no lo convierte en un narco. Como en su momento sostuve en el injusto cochinero del juicio contra García Luna. Sin embargo, el Presidente otorgó veracidad y plenitud probatoria al desfile probatorio que hoy lo señala. Lo que no podemos hacer es medir a la gente con distinta vara. Nosotros no debemos rebajarnos, como él lo ha hecho.
En un país donde la corrupción y la violencia han sido protagonistas durante décadas, cada revelación sobre posibles vínculos entre políticos y el crimen organizado es recibida con un escalofrío colectivo. En este contexto, las recientes acusaciones que involucran al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con el Cártel de Sinaloa
han desatado un intenso debate sobre la verdadera naturaleza de su administración y su relación con las fuerzas oscuras que han plagado a México durante tanto tiempo. La saga comenzó con un explosivo reportaje de Tim Golden en ProPublica,
una destacada publicación de periodismo de investigación, que detallaba supuestas contribuciones del Cártel de Sinaloa a la campaña presidencial de López Obrador en 2006. Sin embargo, lo que realmente sacudió los cimientos fue cuando el venerable New York Times, otro gigante del periodismo, destapó una trama similar relacionada con las elecciones de 2018. Estos hallazgos han desatado una ola de preguntas incómodas sobre la integridad del Presidente y su gobierno. Lo que resulta particularmente intrigante es la reacción de AMLO ante estas acusaciones. El intento de desacreditar al New York Times, exponiendo a una de sus periodistas, es un acto de venganza que sólo sirvió para poner de manifiesto la fragilidad del argumento oficial. Queda claro que AMLO enfrenta uno de los mayores desafíos de su presidencia. Ya no se trata sólo de escandalizar en las mañaneras para distraer la atención pública, sino de responder a acusaciones serias que ponen en tela de juicio su integridad y la legitimidad de su gobierno. La sombra de la duda
se cierne sobre él, y sólo el tiempo dirá si podrá disiparla o si quedará atrapado para siempre. El hecho de que AMLO no sea un narcopresidente no lo exime de ser irresponsable frente a su inacción o perpetua tolerancia a la sangre que ha corrido por el país. Que el Presidente no sea un narcotraficante no es mutuamente excluyente con la idea de que podamos ser un narcoestado.