Cómplice o acusador
Una de las ideas que la Teoría Política ha asentado es la siguiente: el Estado es la máxima garantía institucional de supervivencia del individuo y de la sociedad como civilización y cultura, a efecto de que el estado de naturaleza y los instintos retrocedan o minimicen.
A la vez, el Estado necesita sobrevivir frente a los males que le pueden aquejar y socavar. Uno de los padecimientos históricos de la vida institucional es la corrupción de los políticos que aprovechan la temporada de cargos públicos para llenarse los bolsillos, cometer tropelías y groseramente colocarse por encima de las leyes.
En el siglo I a.C., Cayo Verres, a través de la práctica del soborno, logró el cargo de pretor y estuvo al mando del gobierno de la isla de Sicilia, que se distinguió por diversas manifestaciones de corrupción: intromisión en asuntos competencia de otras magistraturas, rapiña con las obras de arte y joyas de los ciudadanos sicilianos, apropiación ilícita de tributos y ganancias del comercio de trigo —cuarenta millones de sestercios— y hasta la tortura contra aquellos que se oponían a la despótica forma de gobernar de Verres.
Como el abuso tarde que temprano debe y será castigado. El ilustre abogado, Marco Tulio Cicerón, fue el encargado por Roma de acusar y comprobar jurídicamente los autoritarismos y rapacerías de Cayo Verres. Así lo describe Cicerón a lo largo de siete discursos conocidos como Las Verrinas.
Cuando los corruptos empiezan a verse acorralados contratacan a sus acusadores mediante el descrédito. Verres no fue la excepción: Cicerón fue cuestionado, los testigos amedrentados, los electores sobornados, los jueces recusados. Salvada esta primera cuestión, la acusación contra Verres se mantuvo y la esfera que le protegía empezó a desvanecerse. Verres huyó con los capitales. Cicerón hizo pública la acusación y los elementos probatorios que demostraron la bajeza de Verres y lo deplorable de su gobierno.
La trascendencia de esta reseña es la siguiente: si el Estado quiere pervivir debe sancionar el abuso y la corrupción.
El Estado y sus instituciones van más allá de los personajes políticos, los cuales siempre serán de moda y, por tanto, pasajeros. Por lo que el Estado debe ser acusador ecuánime, preparado y acreditado y no cómplice de la corrupción. El próximo gobierno tendrá la enorme tarea de sentar en el banquillo de los acusados a muchos, que el pueblo identifica con su riqueza mal habida, y que como Verres, suponen que el sistema los protegerá.