LA ESCENA EXPANDIDA
Percusiones es una obra de teatro sobre la violencia familiar y la escolar, y que, como experiencia humana, vale la pena
ACUDIMOS A VER LA OBRA PERCUSIONES, DE ALDO MARTÍNEZ SANDOVAL, DIRIGIDA POR ANTÓN ARAIZA, Y LAS ACTUACIONES DE ALFREDO VELDÁÑEZ, DANIEL PÁEZ Y ALEJANDRA N. RAMOS, EN EL TEATRO LA CAPILLA (MADRID 13, COYOACÁN). EL TEXTO LLEVADO A ESCENA CUENTA LA HISTORIA DE UN ADOLESCENTE DE 13 AÑOS, CUYA VIDA TRANSCURRE ENTRE LA VIOLENCIA FAMILIAR Y LA ESCOLAR.
Andy se ha enamorado de uno de sus compañeros de escuela, quien a diferencia de los demás, es amable con él. En resumen, esa sería la trama fundamental del texto. Una propuesta que podría ser un tanto ingenua en su estética, si pensamos que los adolescentes de 13 años, en la actualidad, son mucho menos inocentes de lo que la puesta en escena propone.
Pensar si la obra pudo haber sido más cruda, presentar el universo de la violencia contra grupos vulnerables de una manera más realista o menos digerida, no hace más que complicar la interpretación o la lectura de la obra.
Aldo Martínez escribe la pieza que aborda un tema pertinente, y pone sobre el texto una forma del mundo, en el que deja al descubierto la violencia que vive un adolescente, que representa a todos los adolescentes diferentes que hay en la tierra.
Andy vive con su madre, su padrastro y los hijos de este último. En ese espacio familiar, el adolescente es violentado a través del maltrato que la madre recibe del esposo, y también del que le propinan los “hermanastros”. No es el cuento de La Cenicienta. Aquí no hay salvadores mágicos. Lo único que puede salvar la dignidad humana, es tomarla en las manos y salir del lugar de la violencia, para colocarse en otro lado.
Pero como todos los días hay que salir a la calle, convivir en la escuela, transitar los caminos, Andy no está a salvo nunca. Su creencia de existir en un lugar seguro junto a los otros que son cómo él, se rompe también con la traición y la violencia de la que es víctima. Una experiencia que le da el conocimiento de que, en el mundo, nuestro mundo, no hay espacios seguros.
Antón Araiza apuesta por un espacio casi vacío. Construye un artefacto con ruedas, que, al ser movido por los actores, va delimitando los espacios; lo que provoca en el público imaginar esos micro universos en donde la acción se desarrollaría.
El director concentra la atención en la capacidad interpretativa, en la fuerza de la expresión orgánica tanto del deseo, como de la violencia o el sentido amoroso. Ahí vemos la mano del director, marcando con toda claridad cómo se va a llevar al espectador a un mundo rudo, cruel, despiadado, sin la necesidad de ilustrarlo en el escenario.
Araiza lo logra. La puesta en escena sí es, diríamos, hasta tierna, pero no lo es el subtexto. Apela al dolor del alma y del espíritu humano; apela a la experiencia humana como una de las formas de la representación simbólica que no deja duda de lo que realmente se quiere decir. Es una obra que vale la pena ser vivida.