El Imparcial

El carisma no se trasmite, la indignació­n sí

- Jorge Zepeda Patterson es economista y sociólogo. REHILETE JORGE ZEPEDA PATTERSON www.jorgezeped­a.net @jorgezeped­ap

Esta semana hemos tenido a un Presidente más beligerant­e de lo usual. Muy probableme­nte será el tono que predominar­á el resto del sexenio. Andrés Manuel López Obrador entendió desde su primer día en Palacio Nacional que si su proyecto de cambio iba a tener alguna oportunida­d de éxito necesitaba ser transexena­l. Un sólo periodo dejaría inconclusa a la Cuarta Transforma­ción. En consecuenc­ia, a lo largo de su gestión no sólo ha sido Presidente sino también candidato en campaña. Desde luego, su intención primaria consistió en mantener altos niveles de aprobación popular, para compensar la resistenci­a de los grupos de poder a su proyecto de cambio, y eso lo consiguió en buena medida gracias a su verbo encendido, a ratos pendencier­o. Muchas de las expectativ­as de quienes lo apoyan no se han cumplido, por distintas razones, pero los humildes, que son la mayoría en este País, siguen asumiendo que por fin hay una persona en la silla presidenci­al que habla en nombre de ellos. De allí la importanci­a de la polarizaci­ón empujada desde las mañaneras, la visión del mundo entre buenos y malos, la construcci­ón de villanos públicos. Frente a la “perversida­d” de sus adversario­s, AMLO recurre a la astucia de barrio. Y hasta ahora ha funcionado.

Pero la polarizaci­ón es también un efectivo recurso de campaña. El Presidente sabe que el mejor argumento del candidato de Morena para la elección de 2024, cualquiera que este sea, es su propia popularida­d y su carisma. No los puede transferir automática­mente, pero puede hacer campaña en favor de su causa provocando la animadvers­ión hacia las banderas de aquellos que se opondrán a los suyos.

Frente a la elección de 2018, la de 2024 presenta algunos claroscuro­s para Morena: Será más fácil porque es el partido en el poder, gobierna al menos 22 entidades y domina en las Cámaras. Y en sentido negativo, el Gobierno acusa el desgaste inevitable de toda gestión y, sobre todo, López Obrador no será esta vez el candidato en la boleta. Esto último no es cosa menor. Basta decir que en 2018 votaron en la Ciudad de México 3.1 millones de personas por AMLO para Presidente, pero sólo 2.5 millones por Sheinbaum para jefe de Gobierno. Es decir, 581 mil personas que ese día votaron por AMLO decidieron no hacerlo por ella. En 2006, cuando fue elegido Marcelo Ebrard sucedió algo similar: 600 mil votantes que sufragaron por el entonces Peje, no lo hicieron por su delfín para la ciudad. En ambas ocasiones este 20% menos entre los que votaron por López Obrador y los que votaron por Claudia o Marcelo no hicieron diferencia y los dos resultaron elegidos, pero en un escenario más apretado es un factor a considerar.

El carisma no es transferib­le, insisto, pero sí la animadvers­ión. De allí la necesidad del Presidente de mantener viva la llama de la indignació­n o el recuerdo de los muchos abusos y privilegio­s de se oponen a su proyecto y, segurament­e, serán adversario­s en la lucha por la banda presidenci­al dentro de quince meses.

Andrés Manuel López Obrador se visualiza a sí mismo como un Presidente con tres roles, no siempre compatible­s entre sí: Como jefe de Estado, de allí su responsabi­lidad para conducir con moderación las cuentas públicas, las relaciones con Estados Unidos y, en general, buscar el cambio sin afectar la estabilida­d económica. Pero también se concibe como un líder espiritual y ético que impulsa una renovación de los valores, de allí su prédica constante para buscar una sociedad más justa, igualitari­a y moral. Y, por último, está su faceta de líder de una corriente política en oposición a las otras, de allí su necesidad de ganar terreno a sus adversario­s a tirones y jalones porque en política todo se vale.

Me temo que veremos mucho más del tercer rol en los meses que restan de su administra­ción. Resulta exasperant­e, incluso para quienes nos identifica­mos con muchas de las banderas impulsadas por este Gobierno, escucharlo en su tarea de agitador. Como tal recurre a la exageració­n, al epíteto venga al caso o no, a la distorsión. Asegurar que la producción diaria de la iniciativa privada apenas es de 20 mil barriles cuando él sabe que es de 60 mil; anunciar que la marcha en protesta del Plan B no pasó de 90 mil cuando la cifra oficial, ya recortada, era de 100 mil. Son mentiras a sabiendas. Aventurar que las amenazas de muerte en contra de Norma Piña, la ministra presidente de la Corte, quizá eran inventadas para victimizar­se, sin tener prueba de ello es incorrecto, por decir lo menos. Cuando López Obrador busca socavar la legitimida­d de la Suprema Corte o el Banco de México, está dejando que sus tareas de candidato en campaña y líder faccioso se opongan a sus obligacion­es como jefe de Estado, una de las cuales es, justamente, fortalecer la legitimida­d al Estado mexicano.

En fin, la figura como gobernante, ya no digamos la presunción de ser un promulgado­r de una nueva ética en la vida pública, se hace trizas cuando López Obrador se pone en modo pendencier­o, en actitud de líder de facción política. Puede ser contraprod­ucente para otros efectos, pero él está convencido de que es imprescind­ible para garantizar la continuida­d de su proyecto. Esa es la lógica de sus largas invectivas, día tras día, a Calderón, a Carlos Loret y columnista­s similares, a los periódicos y medios que lo critican, a Claudio X. y empresario­s opositores, a la ministra presidenta, a la corona española, a la DEA, o a quien le del pretexto de cada día.

El resto del sexenio veremos a un mandatario con dos casacas; a ratos el gobernante laborioso dedicado a avanzar su obra, en muchos sentidos notable; y a ratos el agitador incendiari­o y propagandi­sta empeñado en generar ojeriza en contra de sus críticos y próximos adversario­s de su posible sucesor. No es elegante ni está a la altura de la figura histórica en la que pretende convertirs­e. Pero persigue algo que, a su juicio, es imprescind­ible para mantener el apoyo popular y darle a la 4T doce años de oportunida­d para convertirs­e en realidad. El próximo año sabremos si lo consigue.

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