El Imparcial

Puñalada trapera

- CATÓN Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

El changuito y la jirafa se casaron. Al día siguiente de la noche de bodas el monito se veía exhausto, exánime, agotado. Le dijo la gacela: “¡Vaya que te dejó sin fuerzas hacerle el amor a la jirafa!”. “No fue hacerle el amor lo que me derrengó -contestó el mico-. Lo que sucede es que mientras se lo estaba haciendo ella me decía a cada rato: ‘Dame un beso’. Fue tanto subir y bajar lo que me dejó jod…”. El marido, solemne, le pidió a su esposa: “Nunca vayas a permitir que me mantengan con vida artificial. No quiero depender de un aparato y de una botella con algún líquido”. Al oír eso la señora le apagó el televisor y le tiró a la basura la botella de cerveza.

El bravucón recién llegado al barrio le preguntó a Pepito: “¿Cómo te llamas?”. Respondió él: “Pepito”. Le dijo el otro: “Si le cambias una letra a tu nombre te llamarás Peputo”. “Y tú -ripostó el chiquillo-, ¿cómo te llamas?”. Contestó el abusivo: “Barrabastr­o “. Le dijo Pepito. “No le cambies ninguna letra a tu nombre y vete a tiznar a tu madre”. Puñalada trapera o puñalada de pícaro, es lo mismo. Es la que se asesta a traición, alevosamen­te, por la espalda. Ese tipo de artero golpe de puñal recibió la afición taurina con la inesperada y apresurada decisión de una jueza que ordenó el nuevo cierre de la Plaza México, la más grande del mundo, uno de los más mayores repositori­os de historia y de leyenda en el vasto universo de la tauromaqui­a. Afuera de ese coso, un centenar escaso de enemigos de la fiesta. Dentro, más de 40 mil aficionado­s a ese arte, el que más arte ha dado en poesía, literatura, música, pintura, danza; milenario rito, único en el cual la belleza va de la mano de la muerte. Extraña paradoja: Los que se dicen protectore­s de los animales son violentos. Agreden de palabra y obra a los que no piensan como ellos; les arrojan líquidos infectos. En cambio, quienes son llamados crueles y salvajes son pacíficos. Lo único que piden, sin ofender ni maltratar a nadie, es que se les respete su libertad de asistir a un espectácul­o que ciertament­e tiene ángulos cruentos, pero necesarios para salvar de la extinción a una de las más bellas especies del planeta, el toro de lidia. No es arriesgado suponer que la nueva orden de clausura se dio por consigna de muy arriba, y que obedece a una moda que so capa del humanitari­smo atenta por ignorancia y desconocim­iento de las cosas contra un bien valioso no sólo desde el punto de vista artístico y tradiciona­l, sino también económico y político, pues aquí están de por medio el trabajo de muchos y el valor supremo de la libertad. Si no se dan las corridas ya anunciadas en la Plaza México; si por un ucase o medida arbitraria de última hora se mantienen cerradas sus puertas, se habrá cometido un atentado grave propiciado por unos cuantos en contra de muchos. Peor aún: Se habrá limitado el ámbito de libertades de que gozamos aún los mexicanos. Que viva la fiesta de toros para que pueda seguir viviendo el toro. El viajero iba en su automóvil por un camino rural, y observó a un hombre de avanzada edad que caminaba penosament­e a la orilla de la carretera bajo un Sol canicular. Detuvo su vehículo y le preguntó: “¿A dónde va, abuelo?”. “Al pueblo vecino -contestó el valetudina­rio-. Voy a una boda”. “¿Quién se casa?” -quiso saber, curioso, el forastero. “Mi papá” -respondió con naturalida­d el otro. “¿Su papá? -repitió, estupefact­o, el automovili­sta-. Pues ¿cuántos años tiene usted?”. “75”. “¿Y su señor padre?”. “90”. “¿Cómo es posible? -se pasmó el viajero-. ¿Y a los 90 años de edad quiere casarse?”. “No quiere -replicó el septuagena­rio-. Tiene qué”. FIN.

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