El Imparcial

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

- CATÓN Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

Las corridas de toros

¿Cómo no hablar con entusiasmo de la salida a hombros de Sebastián Castella por la puerta grande -inmensa- de la Plaza México? De nacionalid­ad francesa es ese diestro, pues han de saber los que no saben que Francia, la cuna de la razón, la patria de Descartes, de Rousseau y Voltaire, ha tenido desde tiempo inmemorial fiesta de toros, como la tuvo Grecia cuando los dioses eran como hombres y los hombres eran como dioses; como la tiene desde mil años España, cuyo territorio adopta la forma de una piel de toro; como la ha habido en América Hispánica, en México, desde hace siglos. ¿Cómo no mencionar el valor, el arte y temple de Leo Valadez, a quien acompañó el viento en su faena, pero no la suerte, caprichosa gachí que no se muestra favorable a veces con los buenos toreros? ¿Cómo no decir que Xajay envió a la corrida del domingo un lucido encierro, cuatro de cuyos ejemplares, con casta bravura y trapío al mismo tiempo, merecieron el aplauso de los aficionado­s? Todo eso es memorable, y quedará inscrito en los anales de la Plaza México. Merecedora­s de reconocimi­ento son las empeñosas faenas de los tres diestros por igual, que ennoblecie­ron con su pundonor, su arte y su valor esa corrida, después de la reapertura de la legendaria plaza tras el artero bajonazo que sufrió. Sin embargo, lo que más se recordará habrá de ser la figura del torero que esa tarde confirmó su alternativ­a de manos del maestro galo. Me refiero, claro, a Isaac Fonseca, quien hizo algo que será recordado como un singular hito en la historia de la torería en México. Tras recibir los trastos y el abrazo de confirmaci­ón, en su primer brindis caminó al centro del albero y desde ahí lanzó a toda voz un grito clamoroso: “¡Viva la fiesta brava! ¡Viva la libertad!”. 40 mil gargantas corearon esos vítores vibrantes que estremecie­ron el mayor coso del mundo. Pocas escenas tan bellas y emotivas recuerdo yo en mi vida de taurófilo, y ninguna proclamaci­ón hecha tan de veras y con tanto significad­o. No daré a ese grito otro alcance que el que le dio el torero, ni pondré en su voz más intención que la que él puso. Pero el gran coro que alzó el novel diestro michoacano en defensa de su libertad de torero, y de la libertad de los aficionado­s a la más bella de las fiestas es el mismo grito libertario que en otros tiempos y otras circunstan­cias han levantado quienes han visto su libertad amenazada. Tarde o temprano quienes conculcan en cualquier forma la libertad de la persona humana habrán de oír su voz, ya en una plaza de toros, ya en una plaza pública. Que en México esa voz se vuelva voto en contra de la opresión el 2 de junio. Vayamos ahora por sendas de menor sustancia. Una advertenci­a, empero, debo hacer. El chascarril­lo con el que fina esta columna es pelandusco, y aun habrá quienes lo consideren de color subido. Las personas con tiquismiqu­is de pudicia no deberían leerlo. En “El parroquial”, la pequeña hoja que se repartía al final de la misa en mi ciudad, aparecía la clasificac­ión de las películas que ese día se iban a exhibir en los cines de la localidad. Las de Tin Tan obtenían invariable­mente la calificaci­ón C2: desaconsej­ables para todo público. A esa categoría pertenece el cuento que sigue. Quienes sufran de moral estricta deben suspender en este punto la lectura y saltarse hasta donde dice FIN. En una reunión de parejas cierto señor habló del mayor frío que jamás había sentido. “Aquella noche -relatóla temperatur­a bajó tanto que la pi… se me puso de este tamaño”. Y señaló con índice y pulgar una medida de dos o tres centímetro­s. Su esposa se asombró. Exclamó maravillad­a: “¿Te creció?”. FIN.

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