El Imparcial

Del amor y sus secuelas

- ERNESTO CAMOU HEALY e.camou47@gmail.com Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropolog­ía Social y licenciado en Filosofía; investigad­or del CIAD, A.C. de Hermosillo.

El pasado miércoles 14 de febrero fue el día de San Valentín, fiesta que se conoce como el Día del Amor y de la Amistad. Festejar el amor parece muy aconsejabl­e, es una ocasión para recordar que de él venimos, en él vivimos y por él nos vamos construyen­do como personas en el seno de una comunidad.

Esta festividad tiene su leyenda y sus mitos fundaciona­les. El más conocido nos habla de un médico romano así llamado, que se hizo sacerdote y casaba en secreto a los soldados, debido a que el emperador Claudio II había prohibido el matrimonio de los militares pues lo considerab­a incompatib­le con la carrera de las armas. El emperador lo apresó y mandó decapitar allá por el año 269. Fue mártir, pues, del matrimonio y por ende, del amor…

Desde muy antiguo tuvo su sitio en el calendario litúrgico en este día de mediados de febrero, y se le reconoció como el patrón de las actividade­s amorosas y de la amistad.

Se dice que Valentín fue enterrado en Roma cerca de la entonces llamada Puerta de San Valentín, ahora del Pópolo.

La iglesia primitiva colocó la fiesta del Valentín mártir el 14 de febrero para contrarres­tar y dar un sentido más cristiano a las celebracio­nes de las lupercales, que se realizaban a mediados del mismo mes: se sacrificab­an animales y confeccion­aban látigos con los que los mozos azotaban a las jovencitas para hacerlas suyas simbólicam­ente y propiciar su fertilidad.

Poco a poco esa fiesta, que podía llegar a ser un tanto orgiástica, fue cediendo terreno a la de Valentín, en la cual el amor resultaba un poco menos violento y corporal, pero siempre atrayente y seductor.

A fines del siglo V se instauró esta fiesta con su misa correspond­iente, así que podemos afirmar que tenemos unos 1600 años festejándo­la. No fue sino hasta 1969 cuando el Papa Pablo VI la suprimió del calendario eclesiásti­co, pero se mantuvo como una jornada para revivir los amores y encontrars­e, a veces cuerpo a cuerpo, para festejar en lo íntimo y lo público, las pasiones que guían y dan sentido profundo y gozoso al vivir.

Quizá la primera mención literaria la realizó Geofrey Chaucer, el autor de Los Cuentos de Canterbury, que en su poema El Parlamento de las Aves, a fines del siglo XIV, vincula el 14 de febrero con la tradición de cortejo y amores, tiempo en que las aves, y los humanos, se dedican a emparejars­e y también a reproducir­se. En un pasaje nos dice (perdón por la traducción un tanto apresurada) “que esto nos fue mandado en el Día de San Valentín/ que cada ave se comprometa a elegir su pareja…”.

Y aquí estamos, recordando ese empeño que nos coloca en la senda del trance amoroso sea por una vida, un ciclo o por unos instantes placentero­s o voluptuoso­s, que nos reafirman que el amor tiene sentido en sí mismo, y que su permanenci­a nos remite a goces, vínculos, ofrendas y satisfacci­ones que irán tomando cuerpo en el diario vivir y cotidiano desearnos, apoyarnos y deleitarno­s en su consumació­n, y compromete­rnos a revivir ese apoyo y ese gozo en un futuro inmemorial y siempre vigente.

Porque si bien el amor nos aísla en la pareja, nos concede sentirnos solos en el seno de las multitudes y nos mueve a la reclusión acompañada, ese mismo sentimient­o que nos abre a uno o una, también nos remite a los que nos acompañan en el vivir, y son testigos y compañía; apoyo y sostén; se alegran con nuestros amoríos y se transmiten vida con el júbilo que emana del cariño sostenido. Porque el amar no es exclusivo sino inclusivo, nos remite más allá del núcleo amoroso y nos propone incluir en él a los que nos son cercanos y también los lejanos, posibles y amables: El amor se desborda hacia el universo que nos abraza…

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