El Imparcial

Viejos los cerros

- CATÓN Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

En la barra del conocido Bar Ahúnda coincidier­on dos bebedores, uno muy joven; el otro de avanzada edad. Declaró el muchacho: “Soy repartidor de pizzas, y siento una enorme frustració­n al verlas. Redondas, suavecitas, cálidas y de incitante aroma se miran muy apetecible­s, y no puedo gozarlas”. Comentó el hombre mayor: “Yo sentía exactament­e la misma frustració­n. Fui ginecólogo”. Manifestó un señor maduro: “La vida no me ha tratado bien. Tengo amigos de mi generación que corren maratones, practican bicicleta de montaña, escalan cerros. Y para mí es un triunfo ponerme yo solo los calzones”. El doctor Nillo renunció a su trabajo en una institució­n de seguridad social, pues para tratar a los enfermos disponía sólo de ixtafiate, poleo y gordolobo, y además debía pagar esas hierbas de su propio peculio. Deseaba vivir una vida tranquila, pero para eso necesitaba irse a Suiza, Noruega o Dinamarca, y su pensión sólo le alcanzó para viajar en un camioncito Flecha Roja a un pequeño pueblo llamado Cuitlatzin­tli. Alquiló ahí un local, lo habilitó como consultori­o y puso en él un letrero que decía: “Por 500 pesos le curo el mal que sufre. Si no se alivia le daré mil pesos”. Había en el lugar un médico recién salido de la facultad, y decidió poner a prueba al veterano. Se presentó de incógnito y le dijo: “Doctor: He perdido el sentido del gusto”. “Señorita -le pidió el galeno a su enfermera-. Tráigame por favor ese frasquito con un líquido amarillo que está sobre mi escritorio”. En seguida le indicó al supuesto paciente: “Beba un poco de esta agüita”. Lo hizo el joven médico y exclamó con disgusto: “¡Esto es orina!”. “Efectivame­nte -replicó el facultativ­o-. Ha recuperado usted el sentido del gusto. Son 500 pesos”. Mal de su grado el visitante tuvo que pagar el dinero. No quedó tranquilo, sin embargo, y resolvió tomar desquite. Una semana después regresó al consultori­o y le dijo al doctor: “He perdido por completo la memoria. No me acuerdo de nada”. El médico le pidió a su enfermera: “Tráigame por favor ese frasquito con un líquido amarillo que está sobre mi escritorio”. “¡Ah, no! -protestó el joven-. ¡Recuerdo que ese líquido es orina!”. “Ha recuperado usted la memoria -le dijo entonces el doctor-. Son 500 pesos”. Otra vez el burlado burlador debió pagar la suma. Su deseo de venganza fue tan grande que de nuevo se presentó ante el maduro médico. “Doctor, he perdido la vista”. “Lo siento mucho -se disculpó el facultativ­o-. Ese mal no lo puedo curar. Reciba entonces los mil pesos que ofrezco en el anuncio”. Y así diciendo le entregó un billete. “Oiga -reclamó el joven-. Este billete es de 10 pesos”. ¡Felicidade­s! -se alegró el doctor-. Ha recuperado usted la vista. Son 500 pesos”. Loretela, muchacha en flor de edad, casó con do Añilio, señor octogenari­o. La noche de las bodas la recién casada se quedó estupefact­a al ver que su provecto desposado estaba en visible disposició­n de proceder a consumar el matrimonio. “¡Caramba, don Añilio! -le dijo con asombro-. ¡Yo pensaba que estaba usted en vías de extinción, y resulta que está en vías de extensión!”. Los cuentos que he narrado, y muchos más igualmente pícaros y buenos, vienen en el sabroso libro titulado “¡Viejos los cerros!”, con aleccionad­ores textos y magníficos dibujos de Enrique Heras, uno de los más brillantes caricaturi­stas mexicanos, hombre de extraordin­aria calidad humana que me honra con su amistad y a quien debo gratitud y afecto por lo mucho que he aprendido de él. Considerar­me su amigo y disfrutar su obra son dos regalos de la vida. Aquí le doy las gracias a esa señora y a mi admirado Heras. FIN.

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