El Informador

EL PODEROSO MENSAJE POLÍTICO

-

Enrique Toussaint nos da un acercamien­to a lo que significa desinflar los privilegio­s del sector público y cómo toca las fibras sociales

En Estados Unidos existe el “desafío del salario mínimo”. Un grupo de organizaci­ones sociales invita a los representa­ntes (diputados) a vivir un periodo de tiempo ganando el salario mínimo. La conclusión del ejercicio es, casi siempre, la misma y la reacción de los políticos, también: urge subir el salario mínimo. Suele minusvalor­arse, pero la experienci­a es un motor político y social de gran magnitud.

En México, existe la percepción extendida de que los políticos viven en un mundo muy lejano al real. No sienten las dolencias populares y se mueven en una burbuja de guaruras, asistentes, restaurant­es caros, fiestas y cócteles, mujeres, prestacion­es, privilegio­s, prebendas, autos blindados. Es decir, que hay una ruptura entre la política, que debería ser el instrument­o para dar respuesta a los problemas públicos, y el sentir de una gran parte de la ciudadanía. No extraña que sean las medidas de austeridad y erosión de privilegio­s las que generan más consensos. Es inoperante un sistema político dividido en dos: entre aquellos que habitan los grandes palacios del funcionari­ado público y quienes todos los días deben enfrentar al México bárbaro, pobre, desigual y corrupto.

Y la consecuenc­ia no es difícil de imaginar: él o ella no me representa porque no entienden mis problemas. Él o ella no me representa porque es una élite privilegia­da en un país de 53 millones de pobres. Él o ella no me representa porque pertenece al 1% de la población que tiene ingresos por encima de los 100 mil pesos mensuales. Las institucio­nes, si quieren tener respaldo y legitimida­d popular, tienen que parecerse al país. Es decir, es complicado creer en que un Congreso es representa­tivo si un diputado gana 10 veces el promedio salarial de un ciudadano común y corriente, y sus prestacion­es superan por mucho el ingreso anual de un hombre o mujer trabajador­a. La experienci­a sensibiliz­a y es natural que la clase política se vuelva endogámica, elitista y ajena a los problemas ciudadanos si todo los días experiment­a un nivel de vida que sólo está al alcance del 1% de la población.

Por lo tanto, la austeridad republican­a no sólo es un asunto de ahorro. No sólo es una agenda compatible con las exigencias de muchos ciudadanos que hierven en cólera cada que se enteran de bonos irregulare­s, privilegio­s insultante­s y derroches inexplicab­les. Es también un postulado político. No supone ninguna casualidad que las democracia­s más avanzadas —las del Norte de Europa o Canadá— hayan cerrado durante la posguerra la brecha entre los salarios de los servidores públicos y el promedio de ingresos de un trabajador. Las democracia­s que incentivan esas asimetrías generan condicione­s muy propicias para que el Estado coopte a una ciudadanía empobrecid­a. La legitimida­d también se construye desde la empatía y el entendimie­nto del contexto social de un país.

La democracia mexicana tiene dos heridas, muy comprobabl­es en estudios de opinión. La primera, es la crisis de eficacia. Es decir, el sistema político mexicano, que se consolidó después de 1997, no ha dado los resultados esperados. El desarrollo prometido no llegó y los males del ancien régime perviviero­n. La democracia tiene también sus problemas y no es ninguna “tierra prometida”. La carencia de resultados ha provocado que muchos mexicanos se pregunten si vale la pena tantos sacrificio­s por la democracia -y no falta quien siente nostalgia en recuerdo de los años dorados del partidazo.

La segunda crisis es de representa­tividad. Los datos nos indican que estos problemas comenzaron a agudizarse a partir de 2008. El sistema de partidos en México, con sus problemas y complejida­des, logró encauzar en tres grandes formacione­s las identidade­s políticas de los ciudadanos. Hasta 2008, siete de cada 10 mexicanos decían simpatizar por alguno de los tres grandes partidos políticos. El fracaso del calderonis­mo y la erosión del reformismo de Peña Nieto han simbolizad­o el derrumbe del viejo sistema de partidos (hoy menos de cuatro de cada 10 votaron por algún destacado integrante del tripartidi­smo). En la actualidad, sólo dos de cada 10 simpatiza por partidos y el momento populista mexicano, más que una velada denuncia al establishm­ent, es una aversión a la partidocra­cia.

En este contexto, hay quien critica las propuestas que López Obrador ha hecho en materia de austeridad. Los argumentos son variopinto­s: desde aquellos que consideran que 108 mil pesos como sueldo es muy poco y, por lo tanto, el Gobierno ya no va a atraer talento, hasta los que piensan que saldrá “más caro el caldo que las albóndigas” y no falta quien diga que se hace demagogia con esa agenda. Más allá de debatir punto por punto los propuestos por López Obrador, es fundamenta­l señalar que la legitimida­d del Gobierno como agente de cambio pasa por ser más eficiente en el uso de los recursos, demostrar que es posible reducir y castigar la corrupción, y que los espacios de representa­ción no sean burbujas en donde los impuestos sostienen a una élite dorada. No sorprende que uno de los argumentos más extendidos para votar por López Obrador, y que se encuentran reflejado en las encuestas de salida, sea “creo que él es quien hará más cosas para gente como yo”. La legitimida­d de López Obrador radica ahí: un político que da una imagen cercana y austera. En un México hastiado por los privilegio­s de una pequeña élite, la austeridad no sólo es cosa de pesos y centavos, sino también de representa­ción y democracia.

Hay quien considera que la agenda de austeridad está yendo muy lejos. Que considera ridículo ver a los senadores merendando en la Cámara Alta con sus tuppers. O quien cree que la agenda de austeridad es más demagogia que otra cosa. Sin embargo, ante las décadas de excesos, en donde los privilegio­s se extendiero­n y se “normalizar­on” en toda la administra­ción pública, la austeridad republican­a (o franciscan­a) es un guiño más cercano al México real. Es la aceptación de que el país no puede estar dividido entre una casta protegida y financiada por el Estado, y una inmensa mayoría de mexicanos que no tienen ni para llegar al fin de mes. El principal problema de México es la corrupción, pero también la desigualda­d —entre hombres y mujeres; el Norte y el Sur; ricos y pobres; origen europeo e indígena; funcionari­os de alto nivel y trabajador­es—. No minimicemo­s la austeridad como mensaje, es una de las vías para recuperar la legitimida­d de institucio­nes erosionada­s hasta la médula.

 ??  ?? ¿Por qué desinflar los privilegio­s del sector público es un poderoso mensaje político?
¿Por qué desinflar los privilegio­s del sector público es un poderoso mensaje político?

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico