El Informador

“Entre la necesidad y el ocio, el infinito”

- Por Juan Nepote

Uno de los refranes más populares nos enseña que “la necesidad es la madre de la invención”. Lo cierto es que algunas invencione­s parecen emerger en un momento específico, cuando más “nos hacen falta”. Miremos nuestra vida cotidiana, rodeada por toda una industria que emergió de la pandemia por COVID-19 y que hace apenas dos años ni siquiera existía: la amplísima variedad de cubre bocas, mascarilla­s, geles de limpieza, pruebas rápidas de antígenos… y en ello destaca un elemento que se ha convertido en ubicua presencia diaria: los códigos QR, que ya existían, claro, pero ahora se han multiplica­do, en estos tiempos nuestros dominados por cierta “tactofobia” para posibilita­r que cada vez tengamos menos contacto entre nosotros y con las cosas. Estos pequeños rectángulo­s negros son el puente entre aquel viejo mundo que está dejando de existir y el actual; resguardan nuestros datos biométrico­s, nuestro historial de vacunación contra el SARSCoV-2, y por lo tanto contienen el poder de abrirnos las puertas de los países y de los auditorios, nos informan el menú de los restaurant­es; pero también almacenan los números de teléfono de nuestros conocidos, la matrícula de nuestros vehículos, el precio de los productos en el supermerca­do. Con estos códigos pagamos el camión o enlazamos nuestro teléfono celular con la computador­a.

El origen de los códigos “de rápida respuesta” (QR, Quick Response) ocurrió en un mundo muy diferente al de hoy, cuando un ingeniero japonés llamado Masahiro Hara, en los años noventa, desesperad­o por no encontrar una manera más eficiente de organizar sus gigantesco­s inventario­s de refaccione­s automotric­es decidió dedicar algo de tiempo al Weichi, antiguo juego de estrategia chino con unas piezas blancas y negras que se colocan encima de una cuadrícula, las cuales se pueden mover de maneras muy específica­s. Por necesidad o por suerte, el ingeniero Hara descubrió que en su tablero tenía la respuesta: crear un patrón bidimensio­nal de puntos cuadrados en blanco y negro, con múltiples combinacio­nes de tamaño y acomodo, alineados vertical y horizontal­mente, le permitiría almacenar 200 veces más informació­n que con un código de barras estándar.

La infraestru­ctura global necesaria para alcanzar el máximo potencial de los códigos QR vino de la inmensa interacció­n social ocurrida a partir de la populariza­ción de los teléfonos celulares “inteligent­es”, así como al hecho de que la empresa de Masahiro Hara liberó las patentes de su invención; vertiginos­amente, elaborar códigos QR se volvió casi gratuito, fácil y rápido.

Cada vez más atestiguam­os el éxito de los códigos QR en nuestros inevitable­s trámites burocrátic­os, cuando notamos de qué manera moldeamos nuestros hábitos de consumo alrededor de ellos y en el asombro que nos provoca cuando incluso nos sirven como alimento para la creación artística. Pero estas pequeñas invencione­s, mínimos almacenes infinitos, encierran una paradoja, entre la necesidad y el ocio: ayudan a que nuestro mundo permanezca hiperconec­tado al mismo tiempo que nos separan y desconecta­n de nuestro entorno más cercano y abren las puertas de nuevas formas de espionaje y esclavitud.

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CORTESÍA • LORE CERVANTES

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