A Dios sólo vamos por atracción
Cuando oramos, meditamos o reflexionamos sobre el amor de Dios, es muy importante comprender que tenemos que usar la voz pasiva en esa relación: “No es que yo ame a Dios, sino que Él nos amó primero” (1 Jun 4,10). Es una experiencia de atracción, de fascinación. Así lo dice claramente el evangelio: “Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre” (Jn 6,44). Con lo cual Jesús invita a cambiar nuestra manera de relacionarnos con Dios, porque nos han transmitido la idea de conquistar, de comprar el amor del Señor con nuestras buenas obras. Tal manera es contraria al mensaje de Jesús.
Los discípulos —educados en la religión de ley y de los sacrificios, en la que solo se agradaba a Dios en el cumplimiento de la regla y en lograr una santidad casi comprada— tuvieron que asombrarse con el mensaje de amor y misericordia proclamado por Jesús; debieron tener un proceso de conversión ante lo que veían y oían.
Pedro se llevó tremenda regañada al tratar de disuadir al Maestro acerca de que la doctrina que predicaba era muy difícil porque era totalmente contraria a lo que se acostumbraba. Todavía acercándose más la conflictividad del anuncio de la muerte del Maestro, los apóstoles discuten quién es el más importante, quién ocupará los puestos de honor, y Jesús los reprende con fuerza y les dice que quien quiera ser el mayor, sea el que sirva. Jesús insiste a tiempo y a destiempo en la nueva manera de agradar a Dios, no a través de la ley ni del templo, sino en el amor, en servicio, en dar la vida por los otros. Finalmente, la muerte y resurrección de Jesús los transforma y, seducidos por el Espíritu del Resucitado, se lanzan a predicar esa novedad nunca antes oída o vista de una experiencia de Dios basada en amor y servicio. Este tiempo de adviento es una invitación a preparar el corazón para dejarnos seducir por ese amor tan gratuito del Dios que se hace humano como nosotros.