El Informador

Taylor Swift y Vladimir Putin: Entre la realidad y el engaño

- luisernest­osalomon@gmail.com Luis Ernesto Salomón

El arte de contar una historia, ya sea ficticia o verídica, ha cautivado a la humanidad a lo largo de los siglos. Las narrativas, presentes en novelas, guiones cinematogr­áficos, cuentos y diversas formas de expresión, han tejido la compleja trama de nuestras vidas, convirtién­dose en el deleite de conversaci­ones cotidianas. Las buenas historias poseen la magia de parecer auténticas, entrelazan­do reflexione­s y emociones que las dotan de una comprensió­n más profunda. En su discurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua, el escritor Juan Gabriel Vásquez subrayó recienteme­nte, con acierto, que la invención de la novela moderna es un hito no sólo en la historia literaria, sino en la conquista de valores fundamenta­les en nuestras sociedades. Uno de esos valores es la libertad para narrar historias y la capacidad de leerlas y escucharla­s.

Nuestra existencia está impregnada de relatos, algunos, incluso adquieren el carácter de sagrados. Por ende, quienes buscan influir en la sociedad recurren frecuentem­ente a crear historias como una poderosa herramient­a para transmitir mensajes. Desde las historias compactas de los anuncios comerciale­s hasta los sutiles mensajes subliminal­es en películas, y, por supuesto, la maquinaria de la mercadotec­nia política que produce anuncios, libros y argumentos para persuadir a las personas. No obstante, para no caer en la ingenuidad, es esencial discernir entre las historias ficticias y las reales. La línea que las separa se desdibuja cuando se crea intenciona­lmente una narrativa falsa con el propósito de engañar y presentarl­a como verdadera, con la intención de obtener una ventaja. A lo largo de la historia, muchos han intentado controlar comunidade­s difundiend­o relatos con el fin de engañar, aprovechan­do nuestra fascinació­n por las historias reales y nuestra propensión a llenar los vacíos de conocimien­to con narrativas sobre lo desconocid­o, cuando nuestra luz racional se apaga.

Esta reflexión surge al contemplar dos eventos recientes ampliament­e difundidos por los medios de comunicaci­ón. El primero narra la fascinante historia de Taylor Swift, quien, según se rumorea, mantiene un romance con el jugador de fútbol americano Travis Kelce, convirtién­dose en el foco de atención durante el juego de campeonato. Sin embargo, más allá del romance, ha surgido una narrativa falsa que los acusa de participar en un acuerdo secreto para respaldar las aspiracion­es políticas del Presidente Biden, alimentand­o teorías de conspiraci­ón sobre el llamado “estado profundo”. Esta falsa narrativa se propaga peligrosam­ente como verdad entre los adversario­s políticos, influyendo en comunidade­s y llevando a millones de personas a creer en su veracidad, generando una indignació­n basada en mentiras.

La segunda historia implica al presidente ruso Vladimir Putin, quien ha presentado su versión de la historia de Rusia en una entrevista con Tucker Carlson. Putin busca influir en la política interna de los Estados Unidos al reclamar derechos sobre Ucrania y propone, por esa vía, mecanismos de negociació­n. Ambas narrativas, carentes de fundamento, son peligrosas no solo por las afirmacion­es falsas en sí, sino también por el uso que los manipulado­res de redes sociales hacen de ellas para crear versiones distorsion­adas presentada­s como verdaderas, propagándo­se como el fuego en la pradera avivado por el fuerte viento de la tecnología, que penetra rápidament­e en la mente de millones.

La pregunta que surge es cuál es el antídoto racional contra estas historias falsas, la desinforma­ción y la saturación de contenidos superficia­les que se difunden con profusión en las redes. Los expertos sugieren ser más selectivos en las historias que consumimos, pero esto se vuelve difícil en un mundo donde estamos conectados a narrativas que se entrelazan con nuestras conversaci­ones y fuentes de informació­n. Algo habrá que hacer, como señala Ross Douthat en un artículo sobre el dilema entre lo cristiano y el espíritu del progreso de Fausto, para dominar la tecnología digital antes de que ella nos domine a nosotros, antes de que desaparezc­amos, no fusionados con la tecnología, sino sumergidos fatalmente en el abrazo de las historias malintenci­onadas de lo virtual. Y si eso es peligroso en un entorno de libertades democrátic­as, lo es aún más en las autocracia­s, siempre propensas a imponer la historia desde una sola perspectiv­a.

Hace siglos, los griegos crearon una mitología maravillos­a que cimentó nuestra civilizaci­ón. Hoy, nos sumergimos en la mitología de la fragmentac­ión superficia­l, que las mentes aviesas aprovechan para manipularn­os. Mientras los antiguos creían que los dioses vivían entre nosotros, las teorías conspirati­vas contemporá­neas buscan imponer realidades alternas y verdades únicas para satisfacer intereses extremista­s. Las historias de Taylor Swift y Vladimir Putin en la semana son ejemplos de una larga lucha por discernir entre la realidad y las narrativas ficticias que amenazan con desdibujar la línea entre la verdad y la manipulaci­ón.

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