La maravilla de la metamorfosis
La llegada de los ejemplares a México se desplomó esta temporada; es la menor cifra en los últimos 30 años
Pocos libros me han impresionado como “La metamorfosis”. Lo leí por primera vez a los 14 años, tal y como solía leer a esa edad –en la penumbra, escondido debajo de la cama para que nadie me encontrara. Varias noches sufrí de pesadillas recurrentes, despertándome, creyendo que seguía dormido, mirándome convertido en un monstruoso peludo patudo insecto gigante. Sueños kafkianos.
Afortunadamente, pronto descubrí que la metamorfosis es uno de los fenómenos naturales más gloriosos. Una transformación desencadenada por irresistibles fuerzas hormonales ancestrales que muchos animales –incluyendo insectos, anfibios, crustáceos, moluscos– experimentan desde que nacen, y que durante su desarrollo les obliga a cambiar su forma de alimentarse, de comportarse, de vivir. Vidas kafkianas.
Hay dos tipos de metamorfosis –la simple de grillos y chinches, y la complicada de moscas, escarabajos y mariposas. Ninfas y crisálidas que en una voluptuosa bacanal evolutiva se desprenden de sus ropajes, uno a uno, que algunas se comen, poco a poco, para luego reinventarse dormidas sin prisa, paso a paso. Naturaleza kafkiana.
En pocos días una mariposa transita de huevo a larva (oruga), que creciendo devora ávidamente mudas y hojas, para luego transformarse en pupa (crisálida) de la que emerge redimida una mariposa virgen que rasga su capullo con patas libertarias. Mariposas andariegas viviendo la relatividad del tiempo, la forma, el espacio. ¿Pueden, queridos lectores, imaginar algo más salvaje, más mágico?
Una, dos, tres veces cada mes, entre diciembre y abril, cada año, durante las últimas dos décadas, he viajado desde la Ciudad de México hasta los santuarios de hibernación de la mariposa monarca en Michoacán y el Estado de México. Es una peregrinación familiar nutrida por ciencia y sentimiento. He pasado mucho tiempo en territorio monarca en compañía de ejidatarios y comuneros —los legítimos dueños de los bosques que cada invierno las mariposas reconquistan. Durante una década estudiamos sus sitios de hibernación mexicanos con mi colega y amigo, Eduardo Rendón.
Las malas noticias son que en esta temporada 2023-2024, la cantidad de mariposas que hibernan en esos sitios se desplomó al segundo nivel más bajo de los últimos 30 años –hoy ocupan menos de una hectárea de bosques. ¿Las causas? El glifosato que arrasa con los algodoncillos de los que sus larvas se alimentan en Estados Unidos y Canadá, la tala ilegal en México y el cambio climático global. Pero, sobre todo, la indiferencia de tres naciones incapaces de proteger al insecto que por generaciones las ha arrullado con su aletear integrador.
Año tras año he observado en esos bosques mexicanos millares de mariposas adultas, pero nunca sus huevecillos, sus orugas, sus crisálidas. Fue apenas con la llegada del 2024 cuando por fin pude atestiguar esta insólita transmutación, en vivo y en directo. Una metamorfosis kafkiana desplegada en todo su esplendor —aquí, en la terraza familiar en donde garabateo estas líneas.
Si no fuera por mi bitácora y las fotografías que ilustran este relato, creería que tan sólo fue otro estrambótico sueño entomológico invernal. En un aletear les cuento la microhistoria de Samsa y Gregorio, sus protagonistas.
El 3 de enero de 2024, una mariposa monarca puso un huevo en el envés de la hoja lanceolada de cada uno de los dos veteranos algodoncillos (Asclepias) que conviven separados por menos de dos metros en nuestra terraza. Tenemos varios algodoncillos y todos descienden de la misma planta madre regalo del abuelo. Estas mariposas acostumbran a poner centenares de huevecillos, pero parece que esta vez sólo depositaron (¿o sobrevivieron?) dos.
En la terraza y sus alrededores hemos tratado de recrear los sitios de hibernación de estas lepidópteras migrantes trinacionales. El algodoncillo es una planta dicotiledónea en la que la monarca deposita sus huevos para que las orugas se alimenten de sus hojas, que tienen sustancias tóxicas que las larvas acumulan en su piel para tratar de evitar que los depredadores se las coman. Sus flores también son fuente rica de néctar para otras mariposas, abejas y muchos otros insectos polinizadores.