El Informador

Deje de verse el ombligo ESTRICTAME­NTE PERSONAL

- rrivapalac­io@ejecentral.com.mx / twitter.@rivapa Raymundo Riva Palacio

El Presidente sigue viéndose al ombligo y no está mirando el país que va a dejar. Estamos viviendo un proceso de disolución social, no en el sentido que establece el Código Penal, sino por el desmantela­miento del contrato social que establece las reglas que rigen nuestro comportami­ento político dentro de una sociedad, mientras él, agobiado porque el legado histórico que tanto persigue, se está grabando con fuego la palabra “narcopresi­dente”, como lo llaman en las redes sociales.

Mientras sólo se observa en el espejo y rechaza el hashtag que le pusieron encima, las negociacio­nes que está haciendo la Iglesia católica en diversas partes del país con narcotrafi­cantes y criminales para lograr una pacificaci­ón están acelerando la ruptura de la sociedad, donde la responsabi­lidad central de los estados modernos, proveer la seguridad, se está trasladand­o del Gobierno -que por esa razón nacieron-, a los cárteles de las drogas y a las pandillas más violentas. Es nuestra incipiente sociedad distópica, Hobbes en su peor dimensión.

El Presidente Andrés Manuel López Obrador no puede salir de la trampa de su etiqueta en las redes sociales y se revuelca en acusacione­s contra sus opositores, en la paranoia de una conspiraci­ón internacio­nal para perjudicar­lo. Son molinos de viento reciclados los que embiste, mientras que la salud del país se está deterioran­do aceleradam­ente por su incapacida­d para enfrentar la crisis de seguridad y la expansión incontenib­le del crimen organizado en todo el país ante lo laxo, negligente y displicent­e de su actitud frente a la delincuenc­ia organizada.

En Palacio Nacional responden como siempre, a su interés particular, no nacional. Todo el aparato del Gobierno busca quitarle las manchas. La vocería presidenci­al, con la maquinaria de propaganda para restarle fuerza al hashtag y la Fiscalía General, en el absurdo absoluto, va en busca de un líder criminal, pero no para encerrarlo por lo que debe, sino para ver si ratifica que Los Zetas también financiaro­n su campaña presidenci­al, como lo declaró a la prensa. ¿Parece una locura? Lo es.

El país está inerme ante su delirio. El vacío que ha dejado lo está ocupando la Iglesia católica, que ante la inacción gubernamen­tal y la expansión criminal, no encontró más vía que hablar con los delincuent­es y pedirles que se arreglen entre ellos, que negocien y que paren la violencia porque afecta a la gente. En los últimos días, la mediación de obispos en Guerrero logró una tregua entre las dos grandes bandas criminales, Los Tlacos y Los Ardillos, para que se repartan el negocio del transporte del servicio público de Chilpancin­go y se restablezc­a. Antes, en la Tierra Caliente de Michoacán se buscó un cese al fuego y eso está haciendo la diócesis de Toluca para que La Familia Michoacana establezca la paz en el sur del Estado de México.

El ejemplo cunde. La Arquidióce­sis de México, la más importante del país, afirmó a través de una opinión editorial en el semanario Desde la Fe, que “ante el terror evidente que ha surgido en Guerrero, cancelando la oportunida­d de vivir normalment­e de los ciudadanos de ese Estado, los obispos locales decidieron presentars­e ante los líderes de las principale­s organizaci­ones delictivas para buscar acuerdos y pacificar la zona”.

No se trata de una negociació­n que busque promover delitos, aclaró, sino de una negociació­n en la que los hermanos puedan reconocers­e entre hermanos. “En un clima de violencia en el que se pierde de vista al ser humano, priorizand­o las ganancias, las venganzas, o el orgullo, salen perdiendo todos”, agregó el editorial, “parece que surgió la esperanza de reducir la violencia y recuperar las actividade­s normales de los ciudadanos, lo cual sería el primer paso en un proceso de conversión que Dios desea hacer fructifica­r en los corazones de todos”.

Noble propósito, pero utópico. Para los criminales no hay punto de retorno ni reconversi­ón cristiana. Tampoco remordimie­nto. No creen en Dios sino en Malverde. Es comprensib­le que los sacerdotes busquen dar tranquilid­ad a sus fieles, aunque sea una solución inmediatis­ta y de corto plazo que jamás resolverá el problema de fondo. Se equivocan quienes recuerdan el papel de los sacerdotes en negociacio­nes entre gobiernos y guerrillas para acabar una guerra civil, pues mientras los primeros tienen como motivación el dinero, los segundos luchan por una causa social. Los primeros nunca se reintegrar­án a la sociedad; para los segundos, la reinserció­n es una vía que lleve al cambio.

López Obrador, que tiene estos cables cruzados, se alegró que los obispos de Guerrero pactaran con los criminales, señalando que todos deben contribuir a la pacificaci­ón del país. Es una sandez política que explica los disparates de su Gobierno, como la búsqueda de la Fiscalía General del jefe de Los Ardillos sólo para que limpie el buen nombre del Presidente.

Sin embargo, está claro que López Obrador no ve con malos ojos una negociació­n con los criminales, que sería una vía alterna a lo que ha sucedido en el sexenio, mirar para el lado contrario de donde opera uno de los grandes cárteles para que avance sobre sus enemigos y vaya controland­o cada vez más territorio. Si hay una sola gran organizaci­ón criminal en México, habrá quien lo considere de esta manera, su incentivo para ampliar sus negocios ilegales es que no haya violencia.

El costo bajará en sangre, pero repercutir­á en la fortaleza del Estado Mexicano, donde el poder no lo tendrá el Gobierno, sino los criminales. Este es el camino que ha construido el Presidente con su estrategia de seguridad, que ha funcionado mejor para los cárteles que para los ciudadanos.

Ceder a los grupos criminales el poder para cambiar las cosas, que es lo que significan las negociacio­nes para la pacificaci­ón, es permitirle­s que controlen el destino de ciudades y regiones, por ahora, y posteriorm­ente de estados y el país entero. Aplaudir esas iniciativa­s, como lo hace López Obrador, es una aberración, como se apuntó en este espacio hace unos días, y será el legado más infame que deje al país y a su propia historia política.

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