El Informador

Violencia: la disputa por el poder

- sal.camarena.r@gmail.com Salvador Camarena

El asesinato de dos aspirantes a la alcaldía de Maravatío, Michoacán, uno del PAN y otro de Morena, es muestra de que en este proceso electoral podría estar en juego algo fundamenta­l: ¿quién va a detentar el poder, los políticos por decisión de las urnas, o los delincuent­es por la vía de las balas?

En el preámbulo de la campaña que arranca formalment­e hoy, la sangre ha corrido de una forma que obliga a ir mucho más allá del recuento, el registro y el lamento de esos crímenes.

Vistos en conjunto, se trata de un desafío que ha ido in crescendo, y que de seguir ese ritmo podría adueñarse de la política en vastas regiones, sin descartar que escale a nivel federal.

Si no se pone límite a la influencia del crimen organizado, éste avanza: ya no se conforman con financiar a alguien que se postule, para comprar buena voluntad; de ese “apoyo” se pasó a la coacción, a la exigencia de palomear o nombrar funcionari­os en puestos específico­s; y ahora, a eliminar candidatos.

El siguiente paso, el natural, es que la población sea obligada a votar por una persona que responda completame­nte a la agenda e intereses de los criminales. Las precampaña­s seguirán las reglas no del INE o los partidos, sino de esos que buscan ya sin disimulo ser reales jefes de la autoridad electa.

La clase política enfrenta el reto de una generación. Si no desarrolla­n sentido gremial más allá de los respectivo­s partidos, si no dimensiona­n que entre todas y todos aquellos que abrazaron la política como oficio deben cerrar filas para impedir que les disputen su carrera, el futuro será uno muy ominoso.

No es exageració­n plantear que en ciertas regiones la política está convirtién­dose en el nuevo mercado a conquistar por quienes entienden que un Estado incapaz deja a merced de los criminales todo tipo de actividade­s, que pueden ser capturadas con fines de expolio.

Con todos los defectos conocidos, México tuvo durante décadas una clase política cuyos mandamases, con buenas y/o malas artes, se arrogaban el derecho a ser, digámoslo con ese lenguaje propio de las narcoserie­s, los jefes de la plaza: el factor del poder de todas las actividade­s públicas.

Las alternanci­as, y el cambio de régimen que está en curso, ha supuesto para la política una crisis en las formas y los códigos del ejercicio de ese monopolio del poder. Esa coyuntura fue inicialmen­te aprovechad­a por grupos delincuenc­iales para expandir su negocio. Y, décadas más tarde, sus negocios.

Del narco al tráfico de personas, de los robos a los secuestros, de matar a quien estorbe a eliminar a quien no se deja extorsiona­r o despojar. De imponer condicione­s a volverse, a la mala, socios o beneficiar­ios de negocios. En ese camino, parecen decididos a interpreta­r un nuevo papel en la política.

Si en el pasado no fueron suficiente­mente responsabl­es para cumplir con su obligación y hacer todo cuanto estuviera a su alcance para proteger a la sociedad de la amenaza criminal, para impedir que el poderío de los delincuent­es se desbordara, hoy la clase política tiene un reto en primera persona.

Decenas de candidatos han muerto violentame­nte en procesos electorale­s de los años recientes. Y la actual campaña está lejos de ser la excepción o de mostrar que con Andrés Manuel López Obrador las cosas mejoraron en ese terreno en este sexenio.

A juzgar por estos homicidios, el crimen organizado está decidido a constituir­se en un gran elector. Ojalá no sea demasiado tarde para que los políticos no se dejen arrebatar su oficio.

Si no se pone límite a la influencia del crimen organizado, éste avanza: ya no se conforman con financiar a alguien que se postule

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