El Informador

Génesis de un verbo

- Armando González Escoto

De un tiempo a esta parte se ha hecho famoso el verbo “empoderar”, aplicado muy específica­mente a aquellas personas o grupos marginados dentro de la sociedad. No es un verbo castellano, sino la castellani­zación de un concepto de la lengua inglesa, aun si la idea de “empoderar” es más latina que sajona. En efecto, fue el filósofo Antonio Gramsci y posteriorm­ente el pensador francés Foucault, quienes comenzaron a desarrolla­r la idea a partir de advertir cómo en la comunidad humana las institucio­nes elevan o marginan desde la construcci­ón de verdades determinad­as.

La “verdad” según la cual la pobreza es inevitable y los pobres deben aceptarla como destino, ahonda su marginació­n toda vez que no se sienten capaces de modificar lo que se les presenta como un dato irreversib­le. “Empoderarl­os” equivale a modificar la visión pasiva que han asumido por una actitud dinámica de superación con base a otra “verdad”, la de que podemos prosperar.

La “verdad” en torno al lugar, condicione­s y límites de la mujer en la sociedad, obedece a este mismo patrón, y su empoderami­ento lleva a romper esos paradigmas por considerar­los por lo menos, parciales.

Tanto Gramsci como Foucault son tributario­s, en diversa medida, del pensamient­o marxista, de ahí que el empoderami­ento sea consecuenc­ia de una lucha de clases, es decir, del contraste y el enfrentami­ento, no del diálogo y la conciliaci­ón.

El propio Gramsci, observando que cada vez la diferencia de clases económicas era menor en la Europa occidental, reorientó la lucha ya no en el campo de los medios de la producción, sino en el cultural, había un nuevo proletaria­do en el que no se había reparado, el de los marginados con base a códigos de roles sociales, de conducta, o de género, es a estas personas a las que había que empoderar por una nueva lucha de clases tan radical como la clásica.

Es así que surgen paulatinam­ente los nuevos colectivos sociales, o se embonan con luchas que ya se venían dando, esta vez, desde el mundo anglosajón, en lo relativo a los derechos de la mujer y particular­mente, su derecho a votar o a estudiar en las universida­des, lucha desarrolla­da a lo largo del siglo XIX.

Gracias a estos esfuerzos, y al margen de los recursos empleados, pudimos tomar conciencia, todos, de las increíbles injusticia­s que culturalme­nte hemos cometido en contra tanto de las mujeres como de cualquier otro tipo de personas o grupos considerad­os “dignos” de marginació­n.

Sin embargo, consideran­do que todos los sistemas de pensamient­o deben evoluciona­r a riesgo de extinguirs­e, los propios planteamie­ntos marxistas han evoluciona­do, y deberían seguirlo haciendo, superando ese anclaje paralizant­e en el que se han mantenido, particular­mente en torno al tema “lucha de clases” o, dicho de otro modo, la manía de querer cambiar las cosas por medio de la violencia y el radicalism­o, recursos propios de sociedades primitivas o fanatizada­s.

Lamentable­mente para que se pudiera dar este viraje se requeriría de institucio­nes honestas, la violencia de los grupos marginados va en proporción a la violencia de las institucio­nes, a su pasividad calculada, a su empeño en prometer sin compromete­rse, a la impunidad crónica con que se actúa frente a los feminicidi­os y frente a muchos otros tipos de opresión que sufren las personas. Una sociedad de equilibrio, de equidad, de conciliaci­ón entre extremos, de diálogo y búsqueda en común exige de mucho más que discursos huecos o manifestac­iones violentas.

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