El Informador

“La casa de mi Padre”

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Sin duda una de las escenas más impactante­s de la vida del Señor es la que nos describe el evangelio de este domingo. Es la versión del evangelio de san Juan de la expulsión de los mercaderes del Templo. A diferencia de los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) que ponen este evento al final de la vida del Señor, Juan lo pone justo al inicio, como un símbolo poderoso de lo que será su vida pública: la purificaci­ón de la imagen de Dios prevalecie­nte en el judaísmo devoto de su época y el tipo de práctica religiosa que realmente une al ser humano con su Creador.

En el relato de Juan, el Señor llama al Templo “la casa de mi Padre” (los sinópticos hablan de “casa de oración”), y denuncia que la hayan convertido en un mercado. La casa es el lugar donde la familia se encuentra alrededor de la mesa, donde se convive y se celebra, donde se nutren las relaciones que nos unen desde el amor. Eso es lo que Dios quería para su Templo.

Desde luego que en la denuncia que hace Jesús no sólo habla de la compra-venta que se hacía en el patio de los gentiles donde se vendían los animales del sacrificio y se cambiaban las monedas paganas (impuras) por las que acuñaba el Templo (puras). El Señor denuncia como robo toda una práctica pseudo-religiosa que había convertido a Dios en objeto de consumo y de comercio, bajo el control de una élite que se beneficiab­a de la fe sencilla del pueblo.

Una auténtica religión, re-liga al ser humano con Dios, es decir, debe traducirse en una experienci­a de encuentro interperso­nal. Dios viene a nuestro encuentro y quiere entablar una relación de amor en comunión con cada persona. El camino religioso permite al ser humano recuperar su sensibilid­ad para descubrir el valor absoluto de cada persona, creada a imagen de las Personas divinas.

El ser humano ha tenido siempre la tentación de convertir la religión en una ideología de control, en la administra­ción de lo sagrado, en el control y manipulaci­ón de los “objetos sagrados”. Esto ha llevado al absurdo de considerar que un “objeto sagrado” es más valioso a los ojos de Dios que la persona humana. Por eso para los fariseos el “sábado” es más importante que el sufrimient­o de un hermano que necesita ser sanado.

El Templo de Jerusalén era el “lugar del encuentro”, la concreción física del anhelo del pueblo por convivir con su Dios. Pero la historia ha mostrado que ese lugar material está sujeto a ser usurpado por el poder de este mundo y ser convertido en una “cueva de ladrones”. Su sentido simbólico se había pervertido para convertirs­e en el más grande “objeto sagrado” controlado por quienes decidían quién era digno de acercarse al encuentro y quien no. Y, además, cobraban por la entrada.

Estos encargados del Templo le piden al Señor una señal (de poder) que avalara que tenía “autoridad” para hacer lo que estaba haciendo. Él les responde que Dios solamente dará una señal: “destruyan este templo y en tres días lo reconstrui­ré”, alusión clara al misterio de la cruz.

Sus interlocut­ores no lo entienden. Están en otra frecuencia. Siguen pensando en el Templo de Piedra cuando Jesús habla de su cuerpo, de su humanidad. Después de la entrega del Señor por nosotros en la cruz, su cuerpo resucitado y presente en medio de nosotros en la fracción del pan, es el lugar del encuentro de los creyentes con Dios. Nos enseña que a Dios lo encontrare­mos cada vez que alguien entregue su vida por Amor para que otras personas tengan vida.

Alexander Zatyrka, SJ - ITESO

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