La luz y el testimonio de la luz
La proliferación de información en texto, en imagen o en video, considero, genera la impresión de que atestiguamos casi todo lo que acontece en el mundo. Con cierta desmesura podríamos pensar que estamos presentes donde acontece lo inusitado, lo extraño, lo detestable o lo que asombra.
Sin embargo, no todo lo atestiguamos; observar una calamidad remota, aunque mueva las entrañas, no nos convierte por el acto mismo en testigos. Y no me refiero a la tercera persona implicada en una disputa, que actúa como garante de la veracidad de un proceso, es decir, no pretendo argumentar desde el ámbito del derecho. Me refiero a quien ha vivido un acontecimiento con toda la intensidad y está en condiciones de ofrecer un testimonio. Reitero: no un testimonio dentro de un juicio, sino como el gesto y la voz de quien puede decirnos algo sobre aquello de lo que somos capaces.
Este domingo evocamos a dos testigos, Jesús de Nazareth y Óscar Arnulfo Romero. Testigos fieles que en su vida experimentaron con intensidad las fuerzas que nos componen y nos descomponen. El primero, considerado como un blasfemo, aunque ya desde antes había sido lanzado al margen por ser un jornalero pobre. El segundo, difamado, incomprendido por sus colegas, marcado por la guerra. Ambos bajo regímenes de dominación y separación; rechazados por los suyos aunque hayan venido precisamente a ellos (a los suyos que somos, sin excepciones). Su testimonio, balbuceado no solo con palabras sino con gestos, es decir, con el propio cuerpo, no se expresa fielmente en el lenguaje capturado por quienes dominan. Pero ahí sigue, ahí está su testimonio y a través de este nos asomamos a lo que somos y podemos. Uno es la luz que la oscuridad no ha podido apagar. El otro vino para dar testimonio de la luz.