La ley de la claridad
SI HOY es jueves, esto es Bélgica. Cataluña ya son dos países y, por supuesto, sigue siendo solo la sombra de una nación. En realidad ha sido así siempre y la frontera, como en Bélgica, también es lingüística. Los que hablan catalán votan una cosa y los que hablan castellano votan otra. Salvo mi amigo Albert Boadella, que para eso es el más grande. La amable ficción se mantuvo mientras los nacionalistas, aunque siempre voraces, estuvieron dentro de la ley. Pero ahora se ha roto y ya no se recompondrá. Al menos en vida mía, que es lo único que cuenta. Es iluso que cualquier nacionalista catalán pretenda obtener el perdón y el olvido después de haber llevado a España a su peor crisis política, a través de la más letal y miserable campaña de mentiras organizada en una democracia desde 1945. Y, naturalmente, es iluso pensar que los nacionalistas sean capaces de salir de inmediato de la ficción alienada en la que habitan. De hecho yo, que soy un defensor de la actuación policial que el 1 de octubre salvó el Estado de derecho, debo reconocer que algunos golpes mal dados pueden agravar para siempre la situación, ya tan delicada, de determinadas cabezas.
No hay política sin realidad y esta es la realidad de Cataluña. Ahora y por mucho tiempo. De ahí que resulten estériles las cínicas alusiones de
«Es iluso que cualquier nacionalista pretenda obtener el perdón y el olvido después de llevar a España a su peor crisis política»
Puigdemont en su discurso de ayer a la unidad civil o los piadosos llamamientos a su reconstrucción. Esta unidad civil nunca existió verdaderamente y su imaginario ha sufrido ahora un golpe durísimo. De pronto, por primera vez, para la mitad más uno de los catalanes ya puntúa el carácter nacionalista o no de un negocio a la hora de elegir lugar para comer, para vestir o para guardar el dinero. Esta es la situación que se añade a las ya tópicas y sentimentales desavenencias familiares a la hora de servir la escudella navideña. Es probable que España no sea, malgré moi, una trama de afectos. Pero Cataluña tampoco. Con ello hay que vivir a partir de ahora, y con el menor melodrama posible. La situación la ha entendido mucho mejor el Rey de España que el presidente Rajoy. Mientras el presidente aún insistía el domingo en darle al pedal de los pobres e inocentes catalanes engañados por sus gobernantes, el Rey se limitó a decirles, sin más composturas populistas, que el único camino socialmente posible de los nacionalistas es la vuelta a la ley.
Para sobrellevar la crisis y para salir luego de ella lo prioritario es la claridad. No está escrito, hasta donde mi vista alcanza, que un Estado necesite de los sentimientos para funcionar con eficacia y con justicia. Y desde luego debe prescindir del principal que en estas circunstancias opera, que es el siniestro sentimiento, catalanísimo, de la xenofobia.
GRAZNARON los gansos del Capitolio en los medios de comunicación, nuevo templo sagrado de Juno. El emperador de la desidia no los quiso escuchar, encriptado en el palacio de la Moncloa. «No hay que hacer nada porque el tiempo lo arregla todo y lo mejor es tener cerrado el pico», reiteraba el rezo de su oración arriólica y familiar. Ni siquiera hizo caso a Manilo Rivera que intentó frenar a los galos de la Generalidad cuando escalaban las murallas de la independencia.
Mariano Rajoy no quiso escuchar el graznar del periodismo que anunciaba lo que iba a ocurrir en Cataluña. Permaneció impasible en la política necia del pasotismo, la cachaza y el arriolismo. Le pregunté hace unos días a un destacadísimo político del PP por el plan B de Mariano Rajoy si fallaba su estrategia ante el órdago secesionista de Carlos Puigdemont. Me contestó sagazmente: «¿Plan B? Ni siquiera tiene un plan A…».
En un excelente editorial, este periódico le recordó a Mariano Rajoy el lunes, tras el aquelarre dominical en Cataluña: «Ni un minuto que perder frente al independentismo». Se hacía eco el editorialista del clamor de la opinión pública que quiere ver encarcelados a Carlos Puigdemont, a Oriol Junqueras, al pobre Arturo Mas, al mayor Trapero, a la taimada Carmen Forcadell y a sus cómplices, presuntos reos de un delito de sedición, de otro de rebelión y tal vez de un tercero de alta traición. Con los que han perpetrado un golpe de Estado en Cataluña y una situación que precisará de largos años para resolverla.
El pueblo español no le perdonará más vacilaciones ni componendas a Mariano Rajoy. Al presidente le convendría no olvidar que en el PP son muchos los que consideran conveniente aplicar el 155, convocar de forma inmediata elecciones generales y que Rajoy se retire y ceda su candidatura a Íñigo de la Serna, a Núñez